Escritor

Escribir en la esquina de un bar, al parapeto de un velador chivato y resabiado, qué difícil. Parece que eso quedó para Galdós y Baroja, para los tiempos de Ruano y Julio Camba. Y no es que yo tenga particular añoranza de esa imagen bohemia y afilada de los escritores de café, que ya resultan hasta pedantes y cursis y algo coñazos en estos tiempos de telenovelas y noviazgos principescos; pero es que en los bares actuales incluso leer el periódico se ha convertido en un ejercicio de concentración terriblemente complicado. Y tampoco es eso. El barullo de los televisores, la música infame de las tragaperras, el vocerío de unos y de otros han hecho de las cafeterías un lugar inhóspito, del café un mero trámite, del velador un lugar de paso. Aunque, también, para lo que ha de escuchar uno.

Había antes una prosa de café con leche y una prosa de café solo. Ahora hay prosa de barullo y prosa de descafeinado de sobre con leche desnatada. En los viejos cafés se hacían novelas y revoluciones, se engarzaban serventesios con la mano derecha mientras que la izquierda pespunteaba una república o luchaba por derrocar una monarquía sin sobresaltar a los camareros ni a la cerillera, sobre todo a la cerillera. Pero a los viejos cafés les han comido el terreno las franquicias y los amodorramientos, el pensamiento único y la sacarina. Se viene el mundo encima y en el café está la gente a lo suyo, a los mensajes sin vocales de los móviles, al desparrame sin sustancia del Gran Hermano y la última jugada del Ronaldinho.

Si Hemingway hacía sus crónicas de quintacolumnista en los veladores de un café es porque en los cafés encontraba la tinta y la metralla de la guerra y de la postguerra mejor que en las trincheras y en los despachos, tan sosos ellos, tan aburridos de papel timbrado y expedientes funerarios. Si Gómez de la Serna se inventaba la vanguardia en el Pombo es porque el arte siempre fue adicto al aire tabacuno de las criptas y las tabernas. Pero, al día de hoy, ni Hemingway ni Ramón ni el bueno de Cansinos Asséns aguantarían dos minutos en estos cafés de triste diseño moderno, donde lo más profundo que ha de oír uno es el horóscopo que le lee en voz alta una niña a su novio, donde la épica se enloda en una crónica deportiva, donde cualquier filosofía es siempre una parodia de la vida y del sentido común.

El espejo de España siempre fueron, y siguen siendo, las plazas y los cafés; ahí es donde se le toma el pulso a este pueblo enfermo de hastío y televisión por cable. Y, ahora, ese espejo lo que refleja es la estampa lamentable de un pueblo ágrafo y sin voluntad al que le meten por la escuadra dioses, reyes, princesas, la biblia en verso, y nadie dice ni pío, todos miran hacia otro lado, toman apaciblemente el café, discuten de divorcios que ni les van ni les vienen, aprenden de carrerilla la alineación de una docena de equipos de fútbol y van dejando pasar los días. Como si tal cosa. Eso sí, todo con mucho, muchísimo ruido de móviles, televisiones y tragaperras.

Que no se escuche el silencio que llevamos por dentro.