La agresión sufrida el domingo por el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, a manos de un perturbado es un acto execrable. Berlusconi encabeza un gobierno que responde a una mayoría conquistada legítimamente en las urnas, y la tendencia del personaje al histrionismo, el trapicheo y la componenda inconfesable, cuando no al sectarismo, en nada empaña el hecho de que Berlusconi es el jefe del Gobierno de un Estado democrático. Y, por esta razón, solo el libre voto de los italianos puede desplazarle del lugar que ocupa.

Lo dicho hasta aquí admite tan poca discusión como queBerlusconi ha alimentado un clima permanente de tensión y confrontación. Enfrentado al presidente de la República, Giorgio Napolitano, a fiscales y a magistrados, entregado a una vida privada moral y éticamente reprobable y empeñado en blindarse para evitar la acción de la justicia y la crítica de los medios de comunicación, Berlusconi ha dado muestras reiteradas de querer que el Estado se amolde a sus necesidades en vez de ser él quien se somete a las leyes. Si la crispación ha sido la materia prima que ha puesto al agresor en el disparadero, solo el interesado lo sabe, pero no sería la primera vez en que la insania se nutre del ambiente circundante.

Hicieron bien los partidos italianos en condenar el episodio con rapidez, pero las huestes de Berlusconi se entregaron a toda clase de invectivas, como si sus adversarios políticos fuesen los responsables de la agresión. ¿Quién defenderá a la democracia de la violencia si los obligados a cumplir esta función se enzarzan en una pelea de gallos?