Un reguero de atentados terroristas se sucede con una cadencia regular en la amplia zona geográfica que va desde Afganistán, por el oeste, hasta las Filipinas, por el lejano este. No se trata sólo de atentados contra Occidente, como fue el de Bali. Los hay también contra la misma población del país, como los perpetrados ayer en Karachi y en Mindanao. Y se les deben sumar las incursiones de presuntos talibanes o miembros de Al Qaeda en el supuestamente liberado Afganistán.

Toda esta agitación lleva la marca de un violento fanatismo religioso. Aunque las intervenciones de Estados Unidos contra el régimen talibán de Kabul y contra Sadam Husein en Irak, prometían erradicar el terrorismo de inspiración islámica, la desestabilización crece día a día. Por ejemplo, en Pakistán, cuna y refugio del radicalismo musulmán, la violencia suní contra los shiís se multiplica, y las operaciones policiales contra las escuelas religiosas donde germina el fanatismo enardecen aún más los ánimos violentos y colocan al general prooccidental Pervez Musharraf en el punto de mira de Al Qaeda. Los errores políticos del presidente estadounidense, George Bush complican, en vez de tranquilizar, al complejo, injusto y peligroso mundo en el que vivimos.