Profesor

Citábamos en estas páginas hace poco las discutibles prácticas observadas en algunos conferenciantes de los cursos organizados por numerosas universidades en el verano. Pero se incurriría en un error si del hecho de que existan ponentes que repitan lo mismo aquí y allí se dedujera que este tipo de actividades académicas carecen de interés. Más bien sucede lo contrario.

Por una parte está lo que, si el tópico no estuviera tan desprestigiado, podríamos llamar el "marco incomparable" en el que se desarrollan los cursos. Que nadie se ofenda (ya sabemos que en Extremadura también hay, faltaba más, parajes de belleza deslumbrante), pero habremos de reconocer que asistir a una conferencia en el palacio de la Magdalena, mientras por una ventana se contempla el oleaje impetuoso del Cantábrico, o dejarse acunar por la voz de Mario Benedetti leyendo sus poemas en El Escorial, mientras la luz hiriente nos pone en el brete de elegir entre mirar a la sierra madrileña o al tremendo monasterio, es algo que por sí solo justifica convertirse por unos días en alumno.

Pero, además, está la posibilidad de conocer muchas de las novedades que en el terreno artístico, o en el científico, se suceden anualmente a un ritmo difícil de seguir en medio de las actividades habituales. Los médicos se informan de los últimos avances en la lucha contra la enfermedad, los periodistas aprenden de ilustres colegas, a los que ni siquiera el todopoderoso dólar ha hecho perder la independencia, los sociólogos conocen opiniones de todo tipo sobre la emigración o la natalidad... De los profesores, ni hablemos. Cuando en Extremadura se está procediendo al cableado masivo que unirá los ordenadores instalados en sus institutos, en estas aulas se puede oír, por ejemplo, que ese tipo de conexión empieza a ser historia, vencida por la que no precisa de hilos.

Y por último hay que mencionar la variedad de orígenes geográficos entre quienes acuden a los cursos. Oímos el susurrante español de México, cargado de afabilidad y cercanía, que nos hace lamentar de la rudeza que va adquiriendo el habla de nuestros jóvenes; compartimos un vaso de vino con el contador de cuentos cubano que es capaz, con sólo su voz sobre un escenario, de emocionar a un auditorio entregado; charlamos amistosamente con la francesa, profesora de español en su país que, contra el lugar común fruto de la ignorancia, expresa su admiración por el nuestro, y nos sentimos reconciliados con media humanidad.

¿Sólo con media? Pues sí, pues a estos lugares también llega la prensa. Y ello impide que nuestro gesto sea todo lo feliz que quisiéramos. Leemos lo que dice el primer ministro británico sobre la anchura de sus espaldas (aunque podría haber citado la dureza de su cara), vemos en qué forma sangrienta aplican su justicia algunos poderosos, y concluimos que ese paraíso en el que nos hallamos es una isla. Y que fuera de él, el hombre, como dijera un ponente, es el mejor ejemplo que puede ponerse a un animal si queremos que desarrolle al máximo sus instintos irracionales.