Cuando uno estudia cómo se desataron las guerras, es fácil identificar siempre un elemento en común: nadie pensaba que fuera posible antes de que ocurriera, y ocurrió precisamente porque nadie pensaba que fuera posible. Una chispa repentina, un cúmulo de circunstancias imprevistas, un error a destiempo, unos líderes equivocados, un accidente... la historia de la violencia es la historia de dar la paz por supuesta.

Por otro lado, he escrito ya hace tiempo que los últimos años se parecen en exceso a los años treinta del siglo pasado: una crisis económica brutal, un incremento de los nacionalismos, una tendencia al disenso en vez de al consenso, inestabilidad política nacional e internacional y emergencia de los populismos. Todo lo que coloca nuestro tiempo en paralelo con una de las épocas más aciagas de la historia del hombre.

No quiero parecer agorero, pero algunos llevamos tiempo advirtiendo que la cuestión catalana tenía muy mala pinta. No tiene por qué acabar mal, pero puede acabar peor que mal. Y me parece importante que la opinión pública se haga consciente de ello. Llegados a este punto, el no retorno parece más probable que el diálogo. Y hay que ponerse a trabajar desde ya para invertir la tendencia.

Pero la sociedad no está en eso. Ni la catalana en particular (el invento propagandístico del «seny» ha perdido ya el disfraz) ni la española en general (siempre tan predispuesta al cainismo). Y no estamos en eso porque si no, no vería cristales rotos en las sedes de los partidos, no vería coches policiales desguazados, casas de familias de políticos señaladas, ciudadanos que le arrebatan micrófonos a periodistas ni agentes del orden que deben protegerse de sus agresores.

Nadie se pregunta por qué la minoría independentista catalana (47,74% en las elecciones autonómicas de 2015) ocupa la calle permanentemente mientras que la mayoría no independentista no lo hace. Tienen miedo. El aparato institucional ha impuesto un pensamiento único y los poderosos mecanismos propagandísticos y sociales intimidan a quienes no comparten el ideario oficial.

Con la mayoría social acallada, con la violencia y la intimidación psicológica y física ya activada en la calle, con el ruido necesario para que no se puedan oír las voces que defienden la vuelta a un punto cero y así poder hacer política de nuevo... ¿hacia dónde nos dirigimos?

Llevo días leyendo y escuchando verdaderas barbaridades que se dicen como si fueran dogmas de fe, y que le hacen pensar a uno que una parte de la población española ha sobrepasado ya la gruesa línea del fanatismo. Cosas como que no valen las sentencias judiciales (¿cuáles? ¿las que no nos gustan? ¿ninguna?), como que están justificadas las agresiones a las fuerzas de seguridad, como que el Estado español es fascista, y absurdos de este calado que podrían ser divertidos si no estuviéramos viviendo una crisis política histórica.

Escribo desde esa cierta melancolía que tiene uno cuando intuye que todas las palabras caerán en saco roto porque ya casi nadie está dispuesto a escuchar. Pero escribo también desde la absoluta convicción de que estamos a tiempo para detener este sinsentido destructivo. No es el momento de poner condiciones, ni de preguntarnos qué pasará el día después, ni de pensar tácticas o desplegar estrategias. Es momento única y exclusivamente de parar esto.

Quienes llevamos años, ya más de un lustro, defendiendo profundas reformas en nuestro marco institucional y el sistema político, no podemos estar contentos de haber acertado que no hacerlas nos llevaría al abismo. Ya estamos asomados a él. Sigo pensando que son necesarios cambios profundos y habrá que hacerlos, pero ahora mismo solo hay una prioridad, que es detener cuanto antes un proceso que está conduciendo a la sociedad española a un clima emocional prebélico.

La política solo es posible desde la razón, pero no es posible sin la emoción. La visceralidad es inherente al ser humano, y no podemos sacarla de la ecuación de la política, pero cuando se apodera por completo de la ciudadanía lo que ocurre es que la sociedad involuciona hacia un estado pre-político, donde ya apenas importan nada los argumentos. Estamos justo ahí. El comportamiento de las masas ya lo estudiaron suficiente y brillantemente Le Bon, Freud y Ortega, entre otros: las masas nunca son inteligentes. Y en Cataluña se ha cometido la irresponsabilidad de abandonar la razón política en la sinrazón de la masa. Aún estamos a tiempo, pero no sabemos por cuánto tiempo.