Doctor en Historia

Uno no entiende cómo se piden, en muchas ocasiones, autonomía a la hora de tomar decisiones en los órganos intermedios de los partidos, las administraciones y/o instituciones... y a la mínima que estalla el conflicto se apele a la autoridad, se demande que se "ponga orden" desde arriba o se pronuncie por apoyar métodos expeditivos.

Todo ello quizá sea debido a la costumbre de opinar por opinar cuando la responsabilidad última recae en otras manos del que actúa con ligereza. Se cubren entonces con una pátina de asepsia y no se recuerdan consecuencias vividas en otros momentos o se reivindica con contundencia cuestiones para otros que no hemos sido capaces de aplicarnos a nosotros mismos.

Claro que el mensaje suele venir adornado con el excesivo uso del lenguaje del que se cree dotado de la razón absoluta. Nos convertimos, por arte de birlibirloque, en sesudos expertos en la interpretación de los hechos históricos, en profundos profesionales de la tertulia política o en impermeables conocedores de los vericuetos que conducen a la resolución de los problemas. Eso sí, no revertimos en la peor de las especies: el adivino. Todo adobado, por supuesto, con subjetividad.

Sí, resulta que desde el momento en el que las cosas no funcionan como uno cree que deben hacerlo, la lógica dicta que no se debe ser lato. Se precisa organización y presentación de nuevas realidades. O por el contrario retirada de la escena.

El deseo de ser ecuánime lleva a despreciar la inquina con la que podemos conducirnos, pero, somos los componentes de las organizaciones los auténticos y casi únicos constructores de los consensos. Rescatando y adaptando la cita de un profesor sobre el fantasma de la verdad, llega el momento en el que se transformará, con la firme voluntad de las partes, en un sólido todo.