A veces me pregunto qué pasará por las cabezas de quienes nos cruzamos por la calle, con la mirada perdida, absortos en sus problemas o la mirada al frente recién salidos de la ducha. La mente humana, dicen, es inabarcable cuando se trata de rebuscar en el baúl de los recuerdos o a soñar con todo lo que nos queda por vivir. Por eso la otra tarde, paseando por la misma avenida que vi en la gran ciudad al salir de casa por primera vez, comprendí que la capacidad de almacenamiento de nuestros recuerdos se hace infinita a medida que vamos viviendo. Quizá por eso siempre adivinemos el rastro que aquella experiencia de entonces dejó en nuestra piel, de cómo, a veces, los olores nos avisan de quienes fuimos o, sencillamente, de cuando tuvimos frío al regresar a casa solos de madrugada. Todo me pasó en la calle, un cuarto de siglo después y con algunas preocupaciones más, perdida ya la ingenuidad de los comienzos pero con el mismo corazón de siempre. El portal donde amamos por primera vez, el ruido del taxi y el mismo invierno repetido que daba escalofríos y que hoy sigue avisándonos de que la vida está hecha de luces y sombras, de viajes de ida y vuelta, de razones y argumentos para demostrarnos que no se trata de los pasos sino del camino. Y así ha sido desde que tirité, me perdí y tuve miedo en la misma calle donde ahora me siento bien, donde las caras de ayer ya no son las de antes pero los edificios siguen en el mismo lugar. Regresé a los inicios para darme cuenta de que todo había empezado otra vez, que la función no tenía final sino principio. Y que no estaba dispuesto a renunciar a todo lo que había vivido. Como usted y como yo que, cuando nos cruzamos por la calle, tenemos a veces la mente pendiente de lo que fuimos y ahora queremos ser. Y entonces, vi al niño que volvía del colegio con la cartera, al padre emocionado con el regalo de su hija y al joven en busca de la novia que acababa de conocer. Y tuve frío, el mismo que aquella vez.