TAtl final, Alfonso Guerra ha hecho la crítica más inteligente al actual proceso autonómico: primero ha votado si al Estatuto de Cataluña y luego ha alertado del proceso centrífugo de España. El ya viejo militante socialista --en un universo en que los cuarenta y cinco años son la frontera del desahucio-- ha llamado la atención sobre un asunto bien evidente en el que nadie quiere reparar: los partidos están perdiendo su identidad ideológica para sustituirla por una progresión en su identidad autonómica o nacionalista.

En este panorama, la derecha española se ha quedado otra vez con el monopolio de la identificación con España. Ahora, ni el PSOE ni Izquierda Unida reivindican una definición de España moderna y democrática como sustituto del viejo concepto, anclado en el subconsciente de muchos españoles, de España como prolongación de un franquismo casposo que el expresidente Aznar , con su renovado fervor contra los nacionalismos periféricos, había conseguido resucitar. Lo que en el pasado fue una forma de rebeldía contra el franquismo, y que constituyó en el germen de la proliferación autonomista, se ha renovado ahora como rechazo a los intentos uniformizadores de José María Aznar en una nueva eclosión nacionalista, en la que todos quieren que su comunidad se constituya en nación prensando que las palabras son inicuas y los conceptos carecen de consecuencias.

La exaltación del universo de lo más cercano como elemento de exclusión de los valores de lo común parecía propio del proceso de formación de las naciones del siglo XIX. En este mundo globalizado, los partidos de ámbito nacional han perdido la perspectiva de que la concentración no es solo un fenómeno empresarial sino la manifestación de que hay un volumen crítico para poder actuar internacionalmente.

El viejo concepto de la izquierda se basaba en una identificación ideológica en el que el elemento de distribución de la riqueza y el acceso a un estado de bienestar eran los pilares básicos de su formulación. En ese esquema, la pluralidad de España era la garantía de una sólida unidad en la que los patrimonios particulares eran componentes esenciales de la generalidad. Ahora volvemos a la tentación de dibujar fronteras en el umbral de cada municipio como la expresión del terror de no tener nada chiquito a lo que identificarse. Este proceso, tiene razón Alfonso Guerra, no tiene buena pinta y recuerda, aunque solo sea en eso, a la desmembración soviética.

*Periodista