TEtl intelectual de los ojos rapaces y la nariz morisca se nos ha ido. A pesar del combustible que lo mantenía carburando --la curiosidad omnívora, el whisky diario y los tarros de miel a cucharadas--, ya ni siquiera la inmortalidad es eterna. Desde la atalaya de los 103 años, Francisco Ayala reconocía que estaba saboreando la posteridad; no hacía falta estar dotado de su inteligencia para intuirlo. En el 2005, durante la entrega del último galardón que se le concedió, el premio en memoria del impresor Antonio de Sancha , se refirió así a la carnalidad que arrastraba: "Esta dilatadísima permanencia mía sobre este cuerpo astral al que piadosamente he calificado de deleznable".

No hay tragedia, pues, en su fallecimiento. Si acaso, el dolor de la pérdida, más allá de la extensa obra que le sobrevivirá, radica en que con él se mueren una época, una memoria, una forma de estar en el mundo.

Y la certeza de que en este bronco país de cabreros es posible que la lucidez flamee por encima del barrizal. "En este mundo en descomposición --dijo-- la única salvación que podemos encontrar es la revolución moral".

No deja de ser curioso que Ayala haya fallecido justo una semana después de que comenzaran los trabajos de excavación de la fosa en Fuente Grande de Alfacar, donde se presume que pueden estar enterrados los restos de Federico García Lorca . Los dos fueron coetáneos, paisanos y universales; los dos reposarán en la Granada de las mil noches. Y con ambos practicamos el hábito ibérico de la necrofilia. Ayala vivió lo suficiente como para comprobar que su centenario se convertía en un velatorio adelantado en el que él, de vuelta de las veleidades mortales, se dejó utilizar y querer. Y al otro, al poeta mártir, lo exhumamos cuando acaso su lugar está ahí, entre el olivo y la fuente, para evitar que se olvide aquella tragedia sin hacer de ella una romería. Pero, después de todo, entronizar huesos y cenizas es un pecado venial: andamos faltos, demasiado escasos, de símbolos que no se derrumben.