Ella cocinó para él y él le regaló su mejor disco de Chet Baker. Estaba tan flaco que, cuando se abrazaron, sintió cada uno de los huesos de la espalda y fue demorándose en ellos para dejarles contar su historia. Escuchó en silencio, a tientas desgranó el azar, los afanes, la guerra, las caídas, los remontes, los amores de paso y los otros, los que hacen crecer, los que sanan y también los que doblegan y lastiman. Se separaron sin prisa, mirándose. Reconociéndose. Pese a que, apenas hacía unas horas que se habían visto por primera vez. Ella descansó la mano sobre la cicatriz de la barbilla, como si así pudiera entender. Llegar dentro, asimilar por la epidermis.

No necesitaban, sin embargo, saber, pero si contarse. Por eso treparon por sus idiomas en dirección al otro, como lianas que casi siempre se vencían antes de llegar a destino. Con parsimonia fueron escribiéndose cartas, sentados a la misma mesa. Con solo una palabra, que jaleaban, para impulsarla, con voces de lejos, impactando, torpes, en el lugar equivocado: en las solapas, las mejillas, los ojos, como si fuera una fiesta de Holi sin colores. No hacía falta tantear el terreno, la confianza, la ternura, la alegría, les llegó por ciencia infusa, por ósmosis, desde el primer momento. Nombró, titubeante, ciudades de su país, a Buñuel, el flamenco para hacerle ver que sabía, pero más aún que deseaba saber. Y ella le enseñó España porque siempre llevaba consigo el sabor de su casa. Con el olor del ajo chisporroteando en la sartén le trajo la cocina de su madre, con el pan con aceite, las tardes de su infancia, con el arroz, los domingos en familia, con la tortilla, las cenas de verano.

Le tendió su camisa y le anudó las mangas a la cintura para protegerle el vestido. Rió con el improvisado delantal y le pidió música y una copa, para que los alimentos se mezclaran con gracia. Creo que para entonces aún no sabía si ella hablaba en serio. Con dos pasos de baile abrió el horno dejando que toda la casa se perfumara de manzanas confortables, vino y canela. Después de brindar por los encuentros inesperados, la retuvo un instante, un poco más, espera, escucha. Funny Valentine se fue escapando de los altavoces envolviéndoles con el arrullo de la voz, después de la trompeta, para acompañarles hasta la puerta, para despedirse: stay little Valentine stay. No volvió la vista atrás, ni la emoción, solo apresuró el paso, para entrar en el coche de alquiler y poner, para seguir a su lado, ya para siempre, a Chet Baker.