Ya estamos metidos de lleno hace días en las navidades, con el macropuente de la Constitución-Inmaculada como pistoletazo de salida extraoficial. Pero no, no se teman uno de esos artículos recurrentes sobre que son unas fiestas diseñadas para el consumo desbocado y la falsedad. Tampoco voy a hacer una encendida defensa del asunto, apelando a los valores familiares, a los reencuentros, a la «magia invisible» de estas fechas o a ver si nos toca la lotería, aunque lo importante, hijo mío, es tener salud. No, no, no.

Me gusta estar en el filo entre ambas corrientes irreconciliables, apuntarme a las dos cosas según me convenga. Ser del Madrid y del Barça al mismo tiempo, como cierto compañero de curro, que en fútbol anima a un equipo y en baloncesto, al otro, parece que con toda sinceridad. A eso se le llama camaleonismo. Pero con esto, como con casi todo, que cada uno se posicione como le dé la gana. Estaría bueno.

Puede que lo mío solo sea indiferencia genética a lo Alberto Moravia: ese intento desesperado que emprendemos muchos por sentir cosas (ya sean positivas o negativas) y no conseguirlo en la mayoría de las ocasiones. Es una especie de discapacidad anímica, al menos para este tema en concreto.

Confieso que me gusta ver el entusiasmo ajeno como si fuera algo mío, con la colocación de los adornos, el encendido de las luces, los regalitos, las cenas excesivas, los villancicos incontenibles, la sonrisa de los niños...

Les tengo mucha envidia a todos los que aman estas fiestas, pero también envidio a quienes las odian, a quienes no soportan a los cuñados opinando de todo, a quienes mantienen con pasión el rollo laico de que deberían celebrarse por tener carácter religioso (cada vez menos)...

Lo lamento, pero yo participo y paso al mismo tiempo. Espero que me admitáis en los dos bandos un ratito, que va haciendo frío.