12 de agosto de 1992, tres días después de la clausura de Barcelona-92, este diario abrió EL PERIÓDICO DE LOS JUEGOS, el suplemento especial que dedicó cada día al acontecimiento, con una foto de Pasqual Maragall extendiendo los brazos con una euforia desbordada, en mangas de camisa y corbata floreada, sentado en la terraza de su casaa, y con el siguiente titular: «Misión cumplida». El mejor alcalde de la ciudad en al menos cien años podía efectivamente estar satisfecho porque los Juegos Olímpicos que acababan de terminar habían sido, como apuntó Juan Antonio Samaranch, los mejores de la historia y, lo que fue aún más importante, habían servido para colocar a Barcelona en primera línea del mapamundi y, de puertas adentro, para transformar la ciudad en una capital de corte moderno, abierta al mar y al mundo.

La obsesión de Maragall había sido siempre que los Juegos debían de estar al servicio de la ciudad y no la ciudad al servicio de los Juegos. Y la persecución de ese objetivo debía estar encabezada por el Ayuntamiento de Barcelona, en colaboración con las otras administraciones, pero el mando efectivo debía residir en el equipo municipal. Más allá de las cifras y de la transformación urbanística de Barcelona, lo que recuerdan 25 años después quienes vivieron aquellos días en directo es el entusiasmo con que se preparó la cita -con miles de voluntarios fervientemente involucrados-- y la emoción que se respiraba en todos los rincones de la ciudad durante aquellas dos semanas olímpicas. Barcelona tenía esos días una luz especial que enamoraba a sus miles de visitantes. Barcelona ha salido también bien parada de otros de los mayores peligros que pueden arrastrar acontecimientos de la magnitud de unos Juegos Olímpicos: las pérdidas económicas tras inversiones gigantescas y la reutilización de las instalaciones deportivas.