Quienes entran por gusto en un quirófano y ofrecen su cuerpo al bisturí para cambiarse los senos, las nalgas, la cintura, la papada o la nariz, lo que pretenden ilusoriamente es, en realidad, cambiar de a sí mismos, pero como eso es imposible, lo único que logran es que unos cuantos miles de euros cambien de manos, esto es, de las suyas a las del cirujano. A veces, sin embargo, también cambian de sí mismos, pero de una manera excesiva e irreversible, muriéndose, y es entonces, sólo entonces, cuando la sociedad pone el grito en el cielo.

Al contrario que la cirugía reparadora, la cirugía recreativa no pertenece a la esfera de la medicina y de la sanación, sino del maquillaje. Quienes padecen complejo a causa de un volumen de senos que no se compagina con la moda vigente, o de esas cartucheras que se corresponden con la constitución morfológica de algunas mujeres, o de un vientre o unas lorzas que remiten a una alimentación copiosa o insana, no se dejan el complejo, o sea, su enfermedad, en el quirófano, sino sólo unas tiras de pellejo o unos kilos de grasa. Los complejos son resistentes al bisturí y al botox, a la silicona, al estiramiento y a la liposucción, pero la tontería, el no saber uno qué hacer con su cuerpo, que no otra cosa. Esto es lo que conduce a la gente a esas clínicas siniestras donde se expende espejismo de la belleza, es decir, prometen cambiarle a uno por alguien bello. La tontería, digo, no se cura en la edad adulta de ninguna manera.

En Barcelona han muerto dos personas buscando la belleza en el sitio equivocado: en un quirófano. Automáticamente, el asunto de la cirugía estética ha cobrado actualidad al hilo del luctuoso suceso, pero la ligereza con que la sociedad actual lo aborda apenas alcanza para demandar mayor control de las infecciones o un título con más orlas y ringorrangos que excluya, en lo posible, a los carniceros. Algo debería decir la ministra de Sanidad, si fuera otra.

*Periodista