WSw e cumplen hoy cuatro años del cónclave que eligió al cardenal Ratzinger como Santo Padre de la Iglesia católica. Cabe recordar que, en su momento, el acceso al papado de quien había sido mano derecha de Juan Pablo II y presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue observado desde dos parámetros distintos.

Había quien veía en Benedicto XVI al antiguo ejecutor del Santo Oficio, un martillo de herejes que se había enfrentado con una sólida carga disciplinaria a teólogos díscolos, como su antiguo compañero de Tubinga Hans Küng. Y había también quienes contemplaban el nuevo papado como un intento del Vaticano por tener en lo más alto de la jerarquía a alguien que, lejos del populismo de Woyjtila, introdujera en la Iglesia criterios intelectuales.

Lo cierto es que estos cuatro años han servido para desmentir contundentemente a aquellos que, esperanzados con el bagaje cultural y moral del nuevo Pontífice, confiaban en un Papa dialogante y abierto a las tendencias de la modernidad. Una de las primeras acciones emprendidas por Benedicto XVI fue una entrevista cordial precisamente con Hans Küng. Cuatro años después, Küng ha pedido la dimisión del Papa por haber perdonado a los ultramontanos obispos lefebvrianos.

En estos cuatro años, Benedicto XVI ha recorrido un camino de regresión. En muchos temas que atañen a los ciudadanos en general y en muchos otros que competen a quienes profesan la fe católica. Entre los primeros, innecesarias dosis de tensión con musulmanes y judíos, las muy polémicas declaraciones contra la utilización de los preservativos en Africa o contra el derecho a una muerte digna y la defensa de la acción de los conquistadores en América Latina.

Entre los segundos, una evidente laminación de los logros del Concilio Vaticano II, con el acercamiento a las tesis de Lefebvre y la posibilidad de volver a las misas en latín, la condena a textos renovadores de la teología (como el castigo al jesuita Sobrino), o la consolidación de la más estricta ortodoxia excluyente en el diálogo ecuménico.

Hay quien argumenta que el Papa es un reo de la férrea burocracia vaticana, más retrógrada que nunca, más encastillada que nunca en conceptos arcaicos, pero lo cierto es que él mismo fue durante largo tiempo el más ínclito ejemplo de un poder que cada día está más sordo ante el grito descarnado de una humanidad doliente.