WLw a dimisión de Mariano Fernández Bermejo al frente del Ministerio de Justicia es la salida más lógica y digna para superar una situación que lastraba al Gobierno y perturbaba la investigación sobre la trama de corrupción descubierta en los aledaños del PP. Como afirmaba el editorial del domingo de EL PERIODICO EXTREMADURA, la situación del ministro era insostenible y su relevo una necesidad para no desviar la atención sobre lo que importa: el comportamiento presuntamente ilegal de una lista aún no cerrada de personajes cercanos al PP, ocupados en enriquecerse con toda clase de manejos. Por no hablar de la necesidad de abordar sin hipotecas la reforma de la justicia y las repercusiones de la huelga de jueces.

La dimisión era una exigencia ética para desarmar a quienes, interesadamente, querían presentar la cacería en la que el ministro coincidió con el juez Garzón y un mando de la policía como la prueba del nueve de la conspiración del Ejecutivo para desestabilizar a los populares. Pero la dimisión era también una necesidad para el Gobierno y desvanecer la sensación de que es incapaz de ordenar su propia casa justo pero exige ejemplaridad en la ajena.

Hará mal el PP si cree que ha cobrado una pieza de primer orden en su pulso con el Gobierno y no tiene otras obligaciones. En verdad es este el que sale reforzado del trance, aunque la crisis de confianza desatada por Bermejo haya tardado demasiado en resolverse. Porque el cambio en la cartera no invalida lo investigado y publicado hasta ahora, y todos los datos alimentan la sospecha muy fundamentada de que el primer partido de la oposición se ve zarandeado por un rosario de irregularidades cuyo alcance final aún no se conoce.

Si, como se presume, Garzón está a punto de inhibirse en la instrucción del caso en favor de dos o más tribunales superiores de justicia debido a que algunos de los imputados son aforados, las urgencias populares son inaplazables. Es decir, está a punto de no surtir efecto la cortina de humo tras la que el PP ha escondido sus responsabilidades hasta la fecha. Y lo peor que le puede pasar al partido responsable constitucional de controlar al Gobierno es sentirse maniatado por su incapacidad para depurar responsabilidades.

Por todo ello, es obligado insistir en que Mariano Rajoy debe tomar cartas en el asunto y apartar a los corruptos. No solo porque la instrucción iniciada en la Audiencia Nacional interesa de lleno a su partido, sino porque el confuso caso de espionaje desvelado en la Comunidad de Madrid deja al descubierto un malsano clima de desconfianza y, lo que es peor, permite abrigar sospechas en cuanto al desvío de fondos para pagar a los espías.

Para Francisco Caamaño, sucesor del dimisionario, lo sucedido en las últimas semanas debe ser la referencia obligada que le aparte de comportamientos comprometidos. Solo así podrá afrontar lo que realmente importa de su cartera, la reforma y modernización de la justicia y el conflicto con los jueces. Y, de paso, evitará al Gobierno y al PSOE la repetición del penoso ejercicio de las últimas semanas: defender por obligación, que no por convicción, la conducta de un ministro.

La serenidad y la prudencia que se esperan de Caamaño han de contribuir a que cambie el registro de cuanto se lleva visto, oído y escrito del pulso que mantienen Gobierno y oposición. Porque presentar la dimisión no es solo un saludable instrumento democrático para ventilar los salones del poder cuando no hay otra forma de hacerlo, sino que eleva el listón del comportamiento exigible a la oposición en asuntos tan graves como los que se tramitan en el juzgado. La dignificación de la política no depende solo de la justeza con la que se aplica un programa. Precisa también que, con prudencia y determinación a partes iguales, se levante la alfombra de vez en cuando y se haga limpieza general. De no ser así, la dimisión de Fernández Bermejo habrá servido para mejorar la imagen del Gobierno, pero no para que el PP se rehabilite.