El primer ministro británico, Tony Blair, se jugó ayer su carrera política ante la Cámara de los Comunes. Y la salvó, de momento, por poco. Aunque la rebelión pacifista arrastró a un tercio de los diputados laboristas, Blair consiguió el apoyo parlamentario para su decisión de que 45.000 soldados británicos participen en la invasión de Irak. El primer ministro, debilitado por la renuncia de un ministro y dos secretarios de Estado, tuvo que llegar a insinuar con dimitir si perdía la votación. No sucedió, y además logró apoyo suficiente entre sus filas para evitar la incomodísima situación de necesitar los votos de la oposición torie .

La tensa jornada de ayer fue una demostración de cómo funciona una verdadera democracia parlamentaria. La apurada intervención de Blair no constituyó, en cambio, un ejemplo de argumentación convincente en favor de la opción militar. Si en Madrid Aznar se defendía con ataques a la oposición, en Londres Blair culpaba al pacifismo francés de la inevitabilidad de la guerra frente a un Irak presentado como un peligro directo e inminente para la seguridad del Reino Unido. La inconsistente cartilla belicista de Bush tuvo ayer en Londres el segundo aplicado alumno.