XExl mundo acaba de celebrar, con Dublín como epicentro, el centenario de la fecha literaria acaso más famosa del siglo XX. El 16 de junio de 1904, como se sabe, salió James Joyce por vez primera con quien iba a ser su mujer de toda la vida, Nora Barnacle. Y el 16 de junio de 1904 tiene lugar el periplo de 18 horas por la capital irlandesa, narrado en Ulises, del judío de origen húngaro Leopold Bloom, cuya esposa Molly debe tanto a Nora que se puede decir que sin ella no existiría la novela.

Cuando Ulises se publicó en 1922, en París, Gran Bretaña apenas emergía de la época victoriana, tan puritana --la reina había muerto en 1901 pero no su influencia--, y las autoridades no tardaron en tomar medidas para impedir que el libro pudiera desembarcar en la isla. Cuando se piensa que la nación acababa de pasar por la experiencia horrenda de la Gran Guerra, parece increíble la prohibición de un texto cuyo único pecado era llamar las cosas y funciones del cuerpo por su nombre.

Los ingleses seguirían en su ofuscación hasta pasada otra guerra y llegados los felices años 60, de dichosa memoria. Irlanda tardaría todavía un poco más, pero James Joyce, hoy, es la mayor gloria nacional.

El monólogo interior de Molly Bloom con el cual termina la novela fue lo que más asustó a los puritanos. Unos 15 años atrás éstos ya habían recibido una sacudida mortal con la publicación de los Tres ensayos sobre la sexualidad, de Freud. Aquellas disquisiciones habían impuesto la evidencia, no sólo del hecho indudable de la sexualidad infantil sino de la persistencia de ésta en las llamadas perversiones sexuales. Ahora, con la creación de Molly, era imposible seguir negando otro hecho, el de la sexualidad femenina, escamoteada por los médicos británicos a lo largo del siglo XIX y hasta bien entrado el siguiente.

Joyce nunca admitió abiertamente lo que le debía a Freud , pero el monólogo interior de Molly habría sido imposible sin las aportaciones del austriaco, no sólo sus teorías sobre la sexualidad y el inconsciente sino su utilización clínica de la libre asociación de ideas. Claro, Joyce adaptó la técnica para sus propios fines. Los críticos hostiles o ineptos o simplemente equivocados le atacaron por lo que consideraban incoherencia de los meandros del pensamiento onírico de Molly, pero de hecho no hay tal sino un denso palimpsesto, construido con minuciosidad, de pensamientos y reminiscencias íntimamente vinculados y con lógica propia.

Y qué inesperada la presencia española en la novela. Inesperada porque Joyce nunca puso los pies en España ni estudió rigurosamente el castellano, por lo cual, al hacer que Molly nazca en Gibraltar en 1870 y viva allí sus primeros 16 años, tuvo que llevar a cabo peregrinas pesquisas lingüísticas y librescas.

Los que tuvimos la suerte de asistir recientemente a la reposición, nos dimos cuenta una vez más de lo insólito que resulta que la protagonista femenina de la novela de Joyce tenga raíces andaluzas.

Tanto Leopold como Molly, de padre inglés y madre española, vienen de otro sitio. Son dublineses y son más. Bloom dice en algún momento que Molly ha olvidado el poco español que sabía antes, pero el monólogo revela que no es así y que, cuando vuelve entre sueños a, por ejemplo, una corrida de toros en La Línea, la hija de Lunita Laredo piensa en un idioma que no es precisamente el inglés. ¡No por nada su cama --donde duerme Leopold a sus pies durante el monólogo, terminada su odisea por Dublín-- es la que tenía en Gibraltar! Y no por nada Joyce había decidido que, si no se escapaba a Europa, al continente, nunca crearía su obra.

Los irlandeses de mi generación vieron en él no sólo al genial escritor sino al genial rebelde. Ulises no se podía comprar todavía si no fuera bajo cuerda. Y algunos, sintiéndonos indignados, optamos, como su autor, por el exilio.

La mejor traducción al español de la gran novela es la de Francisco García Tortosa (Cátedra). Lo afirmo como dublinés, como hispanista y como férvido admirador de Joyce. A los convencidos de que Ulises les resultará siempre inalcanzable se la recomiendo.

*Historiador