Periodista

Que a veces producen todas las campañas electorales por la búsqueda imperiosa del voto, que es lo mismo que decir: por encontrar la fórmula de convencer a cada persona, de forma individual, para que ejerza el derecho y el deber democrático de emitir su fundamental opinión de quién quiere gobernarnos.

Pero mucha gente sólo ansía que le arreglen su problema, porque es con el que lucha, o al menos convive, a diario. Algunas de las propuestas, casi diríamos que la mayoría, que lanzan en campaña los partidos políticos, sí tienen que ver con esta apreciación individualizada, porque los impuestos, la educación, la sanidad, la vivienda, las relaciones exteriores afectan o pueden afectar en cualquier momento a toda la sociedad. ¿Cuál es el problema? ¿La falta de credibilidad, de confianza, ante el aluvión de promesas, que luego se cumplen a medias o no se cumplen?

Cuando generalizamos sobre el hastío o el grado de incredulidad en el que puede haberse instalado parte de la ciudadanía, nos olvidamos de la fragmentación del mensaje. ¿Cómo le llega a cada uno la información sobre los distintos temas para hacerse una idea y tomar una decisión?

Los caminos son tan complejos como variados, aunque podríamos añadir que fundamentalmente por los medios de comunicación de masas, es decir, televisiones, radios, periódicos... Otra cuestión es cómo se percibe el mensaje y cómo se interpreta en virtud de la formación de cada individuo, el bagaje que encierra, la experiencia acumulada, la actitud vital. No es extraño comprobar que algunos defienden una idea que es la contraria de la emitida por el político, en la creencia de que le siguen a pies juntillas y con fidelidad absoluta.

Luego está eso de la empatía, o cómo le cae a cada uno el candidato, aspecto nada baladí, porque me malicio que la apreciación directa, el "pues fíjate, el tío ese me cae bien" sin más razonamientos, influye más de lo que sería necesario en todo acto volutivo a la hora de depositar la papeleta. Y el tío ese cae bien por la apariencia física, por el tono de la voz, por quiénes están a su lado, por la forma de vestir, de cómo mueve los labios, del glamour, en definitiva, que desprende. ¿Ganaría el viejo Churchill hoy en día unas elecciones? ¿Las ganaría el antipático Aznar otra vez si se presentara?

Bromas aparte, los diseñadores de campaña rizan el rizo cada vez que se enfrentan a una nueva. Siempre se quiere encontrar la cuadratura del círculo, sustituyendo peligrosamente a las ideas creíbles y posibles por otros aspectos que hace media década hubiésemos desechado por fútiles. Al final, se conjuga el programa con las apariencias, con la penetración en la sociedad y con la recolección de la cosecha sembrada a lo largo de cuatro años, en especial en los medios (de ahí la obsesión por dominar la imagen televisiva para confundir que el mensaje es el medio).

También los clichés funcionan. El reduccionismo se aplica a rajatabla. La España roja, la derecha del bienestar y del patriotismo, la izquierda peligrosa... Lugares comunes que se trasmiten con excesiva facilidad pero que calan. Cristina Alberdi dice (¿quién es Cristina Alberdi?) que con los socialistas volverá la inestabilidad, y si te asomas a algunas portadas de periódicos pesebreros, antiguos golpistas, vuelves a asustarte ante el panorama que ofrecen si se te ocurre votar a Zapatero.

El personal, impasible el ademán, sigue fijo en la ruta. Ni cree ni deja de creer. Hasta lo considera una molestia inevitable. Por eso hay que luchar contra el desaliento. A algunos les interesa el cansancio para seguir repartiéndose el pastel. Y la lucha, en el noble sentido de competición, democrática, exige, a veces, el sacrificio del boca a boca como defensa personal intransferible, aunque la desproporción sea tremenda.