Periodista

Yo en Extremadura soy muy feliz: no tengo depresiones, no me ataca la nostalgia, me he olvidado de la melancolía y hasta de las desgracias extraigo ventajas. Quizá debiera vivir más preocupado, dejarme llevar de vez en vez por la circunspección o escribir de cuando en cuando artículos ininteligibles que me adornaran con el prestigio de la oscuridad. Pero es que no puedo, es que siempre acabo derrotado por una euforia bobalicona que espero me dure mucho tiempo. Además, ¡qué caramba!, después de vivir durante 20 años en el reino de las nieblas, las humedades y las lloviznas, me merezco un poco de sol, un tanto de luz y toda la euforia del mundo. Recuerdo que cuando le comuniqué a mis compañeros de trabajo que me venía a vivir a Cáceres, me preguntaron el porqué de esa súbita decisión y les respondí que ya era hora de ser feliz.

Y efectivamente, la dicha me puede y la tristeza me huye. El sábado, por ejemplo, estuve de boda y durante el baile, en lugar de dejarme llevar, al menos un ratito, por esos pensamientos deprimentes en torno al carpe diem que suelen desatarse en medio de las ceremonias trascendentales, lo que hice fue danzar y danzar como un poseso hasta abrirme uno de los puntos que días atrás me habían dado en el dedo gordo del pie a causa de una caída. ¡Pero qué tres puntos! Me los dio una enfermera cacereña, rumbera y garbosa que al tiempo que me cosía me llamaba guapo, me decía cariño y me confesaba su nombre para que la insultara si me dolía. ¡Aquello no eran puntos, aquello era acupuntura tahilandesa!

Después, llegó la boda. Se celebró en Los Santos de Maimona y pocas veces me lo he pasado mejor en una fiesta. Para empezar, dormí en un hotel de la plaza Grande de Zafra, que es todo un lujo: las cañas bajo las palmeras, el desayuno de tostadas con aceite en la calle Sevilla, el paseo por las callejas al amanecer y al anochecer... Y la boda, claro, con un cura que compuso una homilía que parecía un monólogo del Club de la Comedia.

Pero lo mejor fue el banquete en los salones Tele de Los Santos de Maimona. Acostumbrado a la sólida etiqueta de las bodas cacereñas, aquello me pareció una fascinante fiesta mediterránea con música, con camareros que enviaban besos por el aire a las camareras al tiempo que te servían un sabroso filete de presa de entraña ibérica, con muchachas en flor que le regalaban joyas a la novia en el primer plato, con entremeses que te desbordaban de exquisitos y abundantes, con jamones y lomos ibéricos solazándose en los platos, con gambas recién llegadas de Huelva, langostinos traídos de Sanlúcar, sorbetes afrancesados, tartas de yema, puros, risas, besos, botellitas de aceite y un frenesí de barra libre, pasodobles y rock and roll, pasteles y huida al amanecer por caminos secretos para escapar de los controles alcoholémicos. Sólo por un momento me puse reflexivo, lo observé todo con cuidado y noté en aquella abundancia y en aquel bullicio una felicidad de tiempo nuevo, un mensaje de etapa superada, un alba de luces y futuro. Un pueblo que disfruta así, sobrevive siempre.