La televisión belga francófona armó un pitoste el otro día. Interrumpiendo su programación habitual, emitió un reportaje en falso directo sobre una falsa declaración de independencia de Flandes, región rica y protestona. Mientras el presentador --el mismo que el del telediario de la tarde-- anunciaba que el rey había huido al Congo, un diputado catalán asociado al chiste celebraba el despiece del burocrático país, despiece llamado a ser enseña y guía de la soñada libertad de la Diagonal, la Virgen de Montserrat y la Costa Brava, con todos sus alemanes dentro. El montaje televisivo propició a la cadena un share desmesurado --claro que proporcional a la geografía pequeñita del país--, aunque, como suele pasar en estas regiones, pobladas de cables de telecomunicaciones pero menos comunicativas que en el sur, muchos ciudadanos ni se enteraron de que Flandes se piraba del mapa.

XNATURALMENTEx, la cadena en cuestión y los medios amigos, orgullosos de dar el tono al gallinero, magnificaron, encomiaron, lamentaron, dramatizaron el largo scoop que, al parecer, alteró indescriptiblemente los humores de la población. Tan indescriptiblemente que en la calle no se aventuró un alma ni mudó de sitio una sombra. Parece que los teléfonos sí se conectaron mucho unos con otros. Quienes sí hablaron mucho, sin exagerar, fueron los representantes de la clase política. En un país donde las noticias rara vez las hacen ellos, debió de fastidiarles un poco que, una vez que pasaba algo en su parroquia, los dejaran fuera de juego. Desde el vocero del palacio real al último ministro, pasando por los gestores de los partidos que controlan las que, siempre según la prensa sensacionalista, son las tramas de corrupción mejor organizadas de occidente, clamaron contra la irresponsabilidad y la carencia de escrúpulos dentológicos de la prensa.

Los extranjeros se toman a cuchufleta a los belgas que, para los franceses, representan lo que para los españoles los habitantes de Lepe. Pero, igual que los de Lepe son tan avispados como el que más, la gente de Bélgica sabe un rato --a veces a su favor, a veces al nuestro-- de los misterios de la existencia. Visto desde fuera, lo admirable de la operación televisiva que, más o menos, sacudió a Bélgica el otro día, es algo que sólo permiten décadas y décadas de civilización. Ni en la más desquiciada historia de leperos sería creíble que una televisión pública de España emitiera un programa sobre la supuesta independencia de Cataluña o el País Vasco, preparado durante dos años sin filtraciones a nadie y mucho menos al Gobierno. Inverosímil sería en la España de la sagrada unidad que, pese a la insistencia de los políticos burlados, aun no haya previstas sanciones a los responsables del desasosiego y mucho más inverosímil que ningún idiota cuestionara el derecho de los ciudadanos a comentar el asunto del debate, un asunto administrativo y trivial, para nada metafísico o episcopal. Porque, si los particulares tienen derecho a equivocarse y a unirse o desunirse, ¿qué tiene de raro que las naciones, o lo que sean, se casen o se descasen, aunque ambas cosas, como todos sabemos, sean un error?

*Periodista