Ahora que el fuego vuelve a teñir de negro los bosques cercanos de mi bella Portugal, un país al que adoro por la educación de sus vecinos, les observo jugándose la vida. Cada trabajo tiene sus riesgos, claro, pero enfrentarse a las llamas debe ser una tarea ingente. Como si un monstruo te persiguiera en una pesadilla hasta engullirte. Ha comenzado oficialmente el verano y ya están aquí los incendios de cada temporada. Y ellos están encargados de salvarnos de todo lo que pueda venir.

El mundo ha visto las imágenes de los bomberos portugueses exhaustos, tumbados después de jornadas interminables combatiendo el fuego. No son héroes. Lo son aún más: profesionales imprescindibles porque sin ellos no habría ya esperanza de salvar zonas adonde el fuego todavía no ha llegado. Provocan impotencia las muertes absurdas, la inoperancia de una mala gestión de los bosques y la maldad humana, capaz de todo a costa de la naturaleza. Por eso hay oficios de servicio público que no están pagados con solo dinero. He conocido a bomberos que saben hacer muy bien su tarea pero que, igual que las fuerzas de seguridad, ponen en riesgo sus vidas por salvar las de otros.

No existe, creo, mejor manera de justificar la utilidad social de lo que hacemos sino es con nuestro trabajo. Todos somos necesarios para que esta sociedad funcione lo mejor posible, pero estos días, viendo los árboles arder y a gente morir, me pregunto si no seguimos necesitando tragedias para aumentar los recursos humanos y materiales, si la culpa siempre la tienen otros mientras mueren inocentes porque el trabajo de limpiar un bosque no se hizo, ni siquiera bien, o la naturaleza le dio un bofetón al hombre para demostrarle una vez más que siempre puede más que él. Que pronto pare todo, Portugal. Te llevo en el corazón.