La educación no es una palabra abstracta, un ente sobre el que llenar folios con palabras rimbombantes como si lo concreto fuera un tabú que debiera evitarse a toda costa. Cada ley educativa ha supuesto bosques de papeles con teorías que a veces rozaban el absurdo, sin saber que una clase es un milagro diario o un intercambio prodigioso y no una hoja de cálculo. Y así nos ha ido. A fuerza de no llamar a las cosas por su nombre y de imponer leyes sin consenso, lo poco bueno que tenía nuestro sistema educativo se ha ido por el desagüe de las buenas intenciones, mientras que se han potenciado los desastres. Así, las adaptaciones siempre se han hecho a la baja, y los niños con problemas, de cualquier tipo, se han desviado a la pública. No se ha tocado la enseñanza concertada, ese arcaísmo innecesario, se han abierto centros que tienen que cerrarse por falta de alumnos, se han creado ciclos formativos a la moda, se amplió el bachillerato en teoría, para reducirlo en la práctica y se inventó un sistema obligatorio en el que nadaban juntos peces y pescadores. Y llegó la Lomce, otra más, con sus falsas promesas. Y llegaron las elecciones autonómicas y la huida de Wert , y como prueba de lo poco que importa la educación a no ser como arma arrojadiza, las autonomías dicen que no aplicarán la ley, dejando en el limbo a miles de estudiantes. Ahora, volverán a reunirse políticos y estudiosos para lanzar una nueva reforma educativa. Mientras, aquí abajo, lejos de los rumores de papeles, pero aplastados por ellos, profesores, padres y alumnos seguiremos aguardando una ley que no nazca como una oportunidad perdida.