Desde que internet llegó a nuestras vidas, parece que todo es más fácil. Se puede hacer la compra desde casa; consultar el consumo eléctrico, telefónico, de gas o agua sin moverse del sofá; solicitar cita con el médico sin desplazarse al consultorio; acceder a ingentes cantidades de contenidos e información de un modo rápido, gratuito y sencillo. Y se pueden hacer transferencias sin tener que esperar largas colas; domiciliar recibos enviando fotografías desde el móvil; enviar pesados archivos sin necesidad de transportarlos en un coche o en una furgoneta; y hasta romper las barreras geográficas, para comunicarse e interactuar con personas que se encuentren en cualquier parte del mundo.

Se pueden hacer todas estas cosas, y muchísimas más. Se pueden hacer tantísimas cosas diferentes que, al común de los mortales, no nos alcanzaría la vida para conocerlas y entenderlas todas. Y es que, en determinados aspectos de la existencia, la propagación de internet ha provocado una auténtica revolución en la manera de entender la vida, y de enfrentarnos a ella, hasta en lo que respecta a la realización de las tareas más cotidianas.

Ahora bien, tal y como es cierto esto, también lo es que esa expansión tan veloz, y la implantación de unos nuevos usos y costumbres sociales, derivados de ese mundo que, a fuer de virtual, cada vez es más real, ha cogido a mucha gente con el paso cambiado, y sin los conocimientos, ni capacidades, que les permitan desenvolverse, por sí solos, en este nuevo entorno, en este ecosistema que les es, sin duda, hostil.

Recientemente, lo constataba cuando un anciano se enfrentaba a la gran zanja que supone lo digital para los más viejos del lugar. Estaba esperando mi turno en una entidad bancaria, y pude contemplar cómo, hasta para sacar dinero de caja, aquel señor tenía que averiguárselas para pedir cita a través de una tableta electrónica. Si algunos clientes --más jóvenes-- no nos hubiésemos percatado de ello, aquel anciano aún seguiría esperando, paciente y contrariado, su turno. Y lo triste es que, del mismo modo en que aconteció todo allí, sucede en multitud de sitios, entidades y organismos. Se da por hecho que todo el mundo ha de saber. Pero, si nadie enseña, ¿cómo se va a aprender?

Nuestro mayores merecen, además de nuestro cariño, respeto, atención y solidaridad. Por lo que habría que combatir la discriminación que supone la imposición de lo digital, si no se ofrecen orientaciones, ni alternativas, para quienes han vivido y se han desarrollado en un mundo totalmente analógico.