TUtna minúscula noticia en la esquina del periódico me ha sacudido como un guantazo. A la Virgen del Sagrario le han robado su broche. Un prendedor de oro y piedras de valor económico desconocido pero gran peso sentimental. El robo ha sido limpio, sin tirones. Casi con mimo han ido a quitarle a la Virgen su alfiler. Con mimo y con crueldad alguien se ha acercado a la Iglesia de Santiago para arrebatarle a la imagen el presente de una devota, así que nuestra Señora saldrá el Jueves Santo a hombros de mujeres pero sin joya. Dirán ustedes que para qué necesita la Virgen una alhaja y tendrán razón, para nada. Pero la mujer que se la dio en 1998 quería que la tuviera ella. Hay quienes tienen por folclore inútil, superficialidad e incluso superstición la veneración de las imágenes. Los iconoclastas consideraban idolatría la representación de la Majestad Divina, así que convertían los iconos en escombros. Tampoco hay santos en las iglesias anglicanas, donde prefieren una escultura de lord Nelson a un san Jorge. No es el caso de España donde podemos ser unos descreídos o de tratar con tan cercana familiaridad a la divinidad hasta blasfemos, pero a nuestras vírgenes que no nos las toquen. Puede tenerse la fe hibernada y en brumosa lejanía, haber olvidado todos los hermosos relatos de la infancia, constatar con nostalgia que las lejanas certezas sobre la madre de Dios suenan a fantasía romántica, como La ajorca de oro de Bécquer pero lo cierto es que hay algo mágico o divino en la figura de la Virgen, sea Pilar, Carmen, Argeme, Luz, Angustias, Montaña o Sagrario. Un manto maternal tejido de dulzura, comprensión y ternura que se eleva por encima de la evidente y a veces insoportable maldad humana, de la fealdad y la tristeza para simbolizar en toda su belleza la luz del único cariño en la tierra que se ofrece sin exigir nada a cambio. Por eso para tantos la figura más consoladora, hermosa y poética del cristianismo es la de la Virgen. Porque María es la piedad, el reposo y el amor. Y no se le roba a una madre.