Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

Relacionar enfrentamientos históricos entre el Islam y el Occidente cristiano puede llevar a errores de bulto, ya que a pesar de las analogías formales, la crisis actual es esencialmente interna de los países islamizados. Hasta la revolución francesa el mundo occidental, en sus diversas interpretaciones del cristianismo se comportaba con un fundamentalismo muy similar al islámico actual. Es el desfase histórico de éste el que lo convierte en anacrónico y agresivo. Es una bronca histórica de enormes proporciones la que ya se vive en el interior de estos países con progresos y retrocesos, tal como ocurrió en el occidente cristiano, hasta que el laicismo se impuso como un valor asumido e irrenunciable por la sociedad.

Ciertamente, que la esencia religiosa del Islam ayuda poco, las interpretaciones clericales del mismo, aún menos, y buena prueba de ello es el radicalismo chiíta, intolerante y arrogante; pero en cualquier caso de la lectura del Coram, lectura que por cierto recomiendo, se sacan dos conclusiones que chocan frontalmente con nuestra manera de concebir la gobernabilidad de los pueblos. Por un lado la dificultad, prácticamente insuperable, de diferenciar lo civil de lo religioso, ya que el texto sagrado islámico no sólo entra en las relaciones del hombre con Dios, sino también del ordenamiento racial y de las relaciones entre los hombres. Es en una sola pieza, libro litúrgico, código civil, código penal e ideario político. Lo laico cabe poco salvo interpretaciones, valientes, complejas y probablemente rupturista. Valores éticos irrenunciables para nosotros, como la radical igualdad entre el hombre y la mujer, chocan clarísimamente, subordinando el papel de la mujer al hombre. Y esto no significa que la mujer esté maltratada en el Coram, ni mucho menos, es mas para el siglo VII en que se escribió se reglamenta un comportamiento en la relación hombre-mujer, que supuso un notable avance en el estatus femenino de la época. Por primera vez, gracias al desarrollo tecnológico, que no al cultural, percibimos la universalidad de la civilización nacida y desarrollada a lo largo de los últimos doscientos cincuenta años en occidente y su expansión por todo el urbe, calando en las esencias profundas de las culturas como en Japón y China.

Aquí no han existido problemas de rechazo en cuanto a la separación religión estado, ni el budismo, ni el sintoísmo han pasado de la conciencia de los individuos al totalitarismo de las sociedades. Y la modernidad ha penetrado y está penetrando con rapidez, el caso japonés es espectacular, el de la China va camino de serlo, y el posible retraso de algunas zonas es imputable a dificultades económicas, nunca ideológicas. El caso del Islam es desgraciadamente distinto.

Personalidades del mundo islámico han captado con toda crudeza, este dramático dilema. Kemal Ataturk, el padre de la nueva Turquía, a finales de la década de los veinte, intenta la modernización de los restos del imperio turco. Impone por la vía de una dura dictadura un laicismo a ultranza, obligando a sus oficiales a brindar con aguardiente, costumbre que aún mantienen como un símbolo de ruptura religiosa, incluso abolió el alfabeto árabe y lo sustituyó por el latino. Setenta y cinco años después, su esfuerzo no se puede decir que fuera baldío, pero el islamismo actualmente es una fuerza emergente en Turquía.

Sí es cierto que el fin nunca justifica los medios, la cesión demagógica de nuestros propios valores tampoco ayuda a resolver los problemas creados, y lo mejor que podemos hacer los occidentales es exigir y defenderlos, dentro y fuera de nuestras fronteras. Con respeto, con paciencia, convenciendo y no venciendo pero también con firmeza.