Acababa yo de superar el síndrome posvacacional, enfermedad que con el nombre de vagancia o haraganería ha afectando a la humanidad desde que Adán tomó la azada (aunque solo ahora nos percatamos de su tremendo peligro), cuando me asaltó el síndrome de los 300 euros, que me llega siempre con el recibo de Telefónica. Caí muy abatido y hube de llamar al jefe para decirle lo que me pasaba. "No temas; a mí me suplicia el síndrome de alaptcalle", dijo compasivo. Acomodado a un psicólogo (son los que no tienen síndromes, sino que los reparten), pude remontar un poquico hasta que me cayó de golpe el síndrome de microcefalia del munícipe, cuando constaté cuán agradable, limpia y civilizada ha quedado la ciudad de Barcelona.

Pero el peor es el síndrome de novedad lingüística. Soy de los que defienden que haya miembras en el Parlamento y axilos peludos en el universo del orgullo gay, a ver si no van a tener derecho. Estamos ahora en un momento de violenta corrección verbal, y eso quiere decir que pronto llegará la ola contraria y será muy graciosa. Ya imagino yo a los políticos correctos poniéndose como tomates cuando suene la palabra tetilla y desmayados como vírgenes si le sigue el adjetivo gallega.

Lo mismo sucedió en Gran Bretaña. Hoy no se puede repetir la palabra negro más de una vez en un guión de la BBC, pero Shakespeare no tenía el más mínimo problema con palabras que entonces eran de uso común como cunt (vagina de las miembras) o fuck (intercambio de fluidos entre entes de igual, distinto o variable sexo). En cambio, hacia 1830 un doctor no podía hablar de la pierna (leg) de una enferma, sino de su limb, que era lo virtuoso. Más datos en el ineludible Mother Tongue de Bill Bryson.

Imagino dentro de unos años a esos guionistas que ganan subvenciones a base de introducir en escena a un comisario que aúlla: "¡Coño, pedo, el forro de los cojones, que soy fascista, joder de la mierda fina!", comiéndose la cabeza para sacarle subvenciones a córcholis, canastos y sapristi. Quiero vivir para verlo.

*Escritor.