Los acuerdos suscritos el pasado martes por los gobiernos marroquí y español durante la visita a Rabat del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y varios de sus ministros apenas permiten calibrar la importancia que revisten las relaciones que mantenga nuestro país con el vecino del sur. Para ser más precisos: es literalmente imposible un diseño completo de la política exterior española, y la gestión de algunos problemas --la inmigración irregular y el terrorismo global, en primer lugar--, sin contar con la contribución marroquí.

Los inversores en el reino alauí son conscientes de ese dato en igual o mayor medida que los refugiados saharauis en Tinduf (Argelia), que confían en que el Gobierno español haga digerible la salida de un conflicto --el del Sáhara Occidental-- que dura más de 30 años y en el que, hasta la fecha, han ido de fracaso en fracaso todos los mediadores internacionales que se han puesto a la tarea de buscar una solución para este contencioso.

El error de bulto cometido por el Gobierno de José María Aznar, que inexplicablemente se empeñó en tensar la cuerda con Marruecos hasta hacer posible un episodio esperpéntico y chusco como la crisis del islote Perejil, tuvo efectos indeseables en términos políticos y económicos. Y una buena prueba de ello es que mientras Francia reforzó su influencia en la corte de Mohamed VI, de acuerdo con una constante histórica con un siglo de antigüedad que ha pasado por encima de los avatares y las circunstancias de cada momento, España tuvo que conformarse con desempeñar un papel subsidiario en la transición marroquí, y ver cómo cada dos por tres los nombres de Ceuta y Melilla aparecían en la lista de las reivindicaciones del nacionalismo irredento y de los islamistas moderados con escaños en el Parlamento de Rabat.

Aunque la política de buena vecindad promovida por el Ejecutivo socialista es poco probable que sirva para que España iguale el peso de Francia en su antiguo protectorado, esa actitud se antoja imprescindible puesto que sin ella no sería posible llegar a acuerdos solventes. El relativo al control y repatriación de inmigrantes irregulares menores no acompañados lo es y el convenio Marruecos-Unión Europea para la explotación de los caladeros atlánticos, en cuya redacción ha influido España y que entró en vigor precisamente el mismo día de la visita del presidente, también. En ningún otro lugar del Mediterráneo, la prosperidad y el subdesarrollo se hallan más cerca que en el Estrecho de Gibraltar. Y este no es un lugar común ni una frase retórica para ilustrar la situación económica de ambas orillas, sino de un dato determinante, incluso en términos de seguridad y de control del islamismo recalcitrante, y todo lo que ayude a reducir los efectos inducidos por desigualdades lacerantes tan próximas debe ser bien recibido. Porque no hay otra alternativa deseable; la única posible es de sobra conocida: desconfianza, inseguridad e inmigración desbocadas, como sucedía hasta no hace demasiado.