No corren buenos tiempos para la política. El ecosistema está sobrepoblado de pavos reales, que pasean sus hermosos plumajes en ese frenopático catódico en que se ha convertido la caja tonta. Los líderes de nuestro tiempo viven ensimismados con la imagen que proyectan cuando se sitúan frente al espejo. Se miran, y se gustan. Y esto no denota una sana autoestima, sino una epidemia de onanismo. Porque ya no admiten defectos ni fallas, solo ven perfección en su reflejo. Y está comprobado que el engreimiento de los poderosos siempre acaba desembocando en la locura individual y el desastre colectivo.

Por otra parte, la política, hoy más que nunca, consiste en vender la burra. Aunque puede que la expresión les suene anticuada a los expertos en la materia. Porque ahora se habla de construir un relato, o de la penetración del mensaje. Pero a lo que, verdaderamente, aluden todos estos términos es a lo de siempre: a la burra, y al mercadillo electoral.

Y es que el eje central de la estrategia de cualquier formación política, con aspiraciones de poder, es convencer. Pero no todo debería ser admisible en la conquista del votante. Porque cada vez hay más gente especializada en vender la burra con las peores artes. A ello ha contribuido algo tan antitético a la burra como es el big data. Porque, con esto de las redes sociales, los equipo electorales pueden vendernos una burra a unos, otra, completamente distinta, a otros, y conseguir atraernos a todos al redil. Y si creen que esto es ficción, exploren los detalles de algunos de los últimos escándalos a propósito de la violación de las políticas de privacidad en la red.

Al final de todo, uno anhela a aquellos viejos políticos que se dirigían al pueblo para explicar medidas que tomaban, a sabiendas de su impopularidad, por el bien del país. Porque no salían tan bien en la tele, ni vendían la burra como estos de ahora, pero decían la verdad, y hacían lo que creían mejor para su nación. Aunque, luego, nadie les quisiese comprar la burra.