A lo largo de las últimas semanas se ha ido produciendo la atracción por el personaje. El presidente estadounidense Barak Obama, con sus habilidades de gran comunicador, ha conseguido transmitir la confianza necesaria que todos esperaban para intentar poner orden en el desastre económico que la ambición económica, la depredación globalizada y otros fenómenos han dejado como secuelas altísimas cotas de desempleo e hipotecando varias generaciones de ciudadanos.

Posiblemente el mundo ha estado esperando mucho tiempo a un presidente norteamericano, al líder influyente que transmitiera el mensaje de tranquilidad, que impusiera cambios, aglutinara tantas posturas encontradas, que admitiera que la era de la prepotencia ha llegado a su fin; creando alianzas, no dictando soluciones, para poder iniciar el camino hacia una reforma del sistema económico mundial y hasta una nueva forma de concebir la política.

En principio, nadie esperaba, en verdad, que la reunión del G-20 concluyera con un acento positivo. Las posiciones encontradas por unos países y a las aprensiones y el recelo de otros, no pronosticaban un resultado demasiado alentador. Pero allí estaba el director de la gran concertación que fue Obama para arrancar el optimismo que genera su mensaje final.

Según dicen, no fue tanto lo que hizo, sino por lo que hizo. No se propuso imponer, sino negociar, convencido de que la perspectiva de un mundo unido hará más por rescatar la economía mundial de la profunda recesión en que se encuentra que un compromiso arrancado por la fuerza.

Antonio Medina Díaz **

Badajoz