Catedrático de la Uex

Cuando la colonia se cansó de los abusos impositivos de la metrópolis, nació la cultura del orgullo americano , clara determinación de una voluntad que pasó a la posteridad plasmada en la "Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia". Desde entonces, 1776, hasta nuestros días, se ha producido un gran cambio en el pensamiento de la gran nación de América del norte. El signo individualista de su declaración, y el triunfo de un pueblo nacido con aquella voluntad constituyente, se ha transformado en el gigante actual, devorador de cuantos a su alrededor puedan, o pretendan, poner en peligro su papel estelar. Tristemente, quien fue capaz de proclamar su propio destino, frente al yugo de la madre patria inglesa, ha olvidado su propia historia, negando otras patrias, o peor aún, acuñando patrias artificiales, útiles a sus intereses hegemónicos.

Entramos en el año 2003 con inquietantes pronunciamientos de la doctrina Bush sobre nuestras cabezas. Más allá de algunas anécdotas suyas, como aquella de mirar a través de unos prismáticos con las tapas puestas (lo hacía desde el puesto de observación de Quellette, en Corea del Sur, hacia Corea del Norte, ¡todo un presagio¡); o la de felicitar a estudiantes con simples aprobadillos, pues "vosotros podéis llegar a ser presidentes de los EEUU", más allá, decía, este peculiar dirigente ha cambiado unilateralmente la asentada política de la disuasión y de la no proliferación de armas nucleares, con la justificación que se autoconcede desde una supuesta tesis de superioridad moral, con raíces, a mi juicio, en una lectura parcial de la cultura protestante: el dogmatismo ético. De ahí a su filosofía basada en la posesión de la razón, en la justicia como causa (doctrina de la causa justa) y en la fuerza práctica como mejor medida disuasoria, sólo había un paso. Y bien que lo ha dado.

Este presidente, de aprobado ramplón, que fue capaz de espetarle a su homólogo brasileño: ¿Vosotros también tenéis negros?, ha encontrado en la inmensa desgracia de las torres gemelas la excusa para lanzarse a una política exterior de imprevisibles consecuencias. Desgraciadamente la Unión Europea, la única que podría haber inducido a reflexionar a los halcones que rodean al vaquero de Texas, no tuvo una voz unida ante la crisis de Afganistán. No fue capaz de poner otros principios, menos beligerantes, basados en el derecho internacional público, más respetuosos con los contrastes de la realidad del siglo XXI.

En las grandes obras de nuestro tiempo se sigue expresando admiración por la Constitución americana, nacida en 1787, la que ha sido capaz de adaptarse al cambio de los tiempos con las conocidas "enmiendas a la Constitución". Aquélla que surgió de la declaración de Virginia. La que, incluso, fue predecesora de la "Declaración de derechos del hombre y del ciudadano", promulgada en la Francia de 1789 y bautizada por Hauriou como el evangelio de los tiempos modernos. Aquélla inspirada en un principio tan sencillo como incontestable: "Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario".

La doctrina Bush II dice todo lo contrario. Irak será culpable hasta que no demuestre (por supuesto, al vaquero de Texas) su inocencia. El control de Oriente Medio y el petróleo, en concreto, como telones de fondo de tan cuestionable proceder. Ante este penoso panorama, los ciudadanos tenemos que aguantar a supuestos líderes de la nueva Europa, léase Blair y Aznar, amordazados por el juego de los intereses, meros comparsas del patrón, sin sentir vergüenza, compañeros de viaje de una política exterior enemiga de los principios que deben presidir la evolución de la especie humana. Felizmente, en esta ocasión, Chirac y Schröder, líderes de la vieja Europa , están dando todo un ejemplo.