La convicción de 16 agencias de espionaje de EEUU de que Irán detuvo en 2003 el programa destinado a dotarse de armamento nuclear ha añadido más leña al fuego del desprestigio de Bush y ha vuelto a poner bajo sospecha a él mismo y a sus asesores, empeñados en tensar la cuerda con la república islámica. A nadie se le oculta que el informe elaborado por la llamada comunidad de inteligencia es en gran parte un movimiento defensivo de esta para evitar no ser acusada, como sucedió en el pasado, de haber alimentado la agresividad de la Casa Blanca a partir de datos poco fundamentados o simplemente falsos. Pero a nadie escapa tampoco que el ocaso de Bush se asemeja cada día más al derribo de un proyecto político. La sociedad liberal norteamericana se ha apresurado a pedir al presidente que corrija el rumbo una vez más y el senador demócrata Edward Kennedy ha sido tajante: "Lo último que necesita Estados Unidos es mezclarse en otra guerra basada en exageraciones y errores de inteligencia". ¿Es capaz de sustraerse la Casa Blanca a la mano dura.

A juzgar por la obsesión de Bush con los ayatolás, debe responderse con un no. Pero a la vista de su insólita debilidad, del nuevo proceso de negociación palestino-israelí abierto en Annápolis y de la necesidad de contener a los elementos más exaltados del Gobierno de Ehund Olmert, solo cabe decir que sí. En el ánimo de Bush pesan más los demonios familiares, pero en el de Condoleezza Rice, convertida al multilateralismo por imperiosa necesidad, importa más la visión de conjunto. Y, dentro de ella, un elemento esencial es aceptar que, guste o no, una de las puertas para salir de Irak solo se abre desde Irán.