El aspecto más novedoso y crucial del reciente acuerdo de Pekín para resolver la crisis nuclear norcoreana consiste en el cambio de actitud de China y EEUU. El régimen paranoico de Pyongyang se compromete a desactivar en 60 días su reactor de Yongbyon, que produce el plutonio para la fabricación de las bombas atómicas, una concesión impensable sin la presión creciente de China, de la que depende para su supervivencia. Más espectacular aún resulta el viraje diplomático de Washington, ya que Bush no solo había incluido a Corea del Norte en el eje del mal en el 2002, sino que en el 2004 había prometido que jamás negociaría con dictadores. Ahora se sabe que la crisis entró en vías de solución tras las conversaciones bilaterales de norteamericanos y norcoreanos en Berlín, en enero. El Gobierno de Bush estuvo paralizado en este asunto por una sorda disputa entre los ideólogos que propugnaban el derribo del régimen de Kim Jong-il y los pragmáticos que defendían la negociación para hacerlo evolucionar. A juzgar por las críticas suscitadas en los sectores más conservadores del establishment de Washington, todo sugiere que Bush rectificó su discurso y dirimió el conflicto en favor de los realistas del Departamento de Estado y en contra de los halcones que rodean al vicepresidente Cheney. El acuerdo demuestra de manera inequívoca que el multilateralismo, proscrito por los neoconservadores estadounidenses, puede ser útil para resolver algunos problemas internacionales que parecían intratables. También podría ser un valioso precedente para la negociación directa entre EEUU e Irán, el otro superviviente del eje del mal.