Asesinatos, violaciones y maltratos sexuales son una lacra que acompaña al hombre a lo largo de los tiempos y que forma parte de su leyenda negra. Pero cuando la maldad se excede de unos límites y se manifiesta en estado puro, una degradación moral y una sensación de desprecio se apodera de quien tiene que soportarla, aunque sea desde la lejana óptica de espectador. Como si a esta sociedad le faltaran argumentos o le fallara algo, como si fuéramos responsables de un mal cuyo origen no conocemos.

La depravación se asociaba en otros tiempos a desequilibrios psíquicos o conductuales, a reductos de ese atavismo psicópata que aflora a veces como reminiscencias de algún hecho traumático, pero cuando este fenómeno se produce en el seno de una sociedad normal, sin un sesgo característico de marginalidad, sin un perfil concreto, y sobre todo entre la juventud, evidencia el fracaso del proceso socializador y regenerador promovido desde la educación. Basta constatar la bajeza moral que se oculta tras el asesinato de Marta del Castillo , la alevosa manera con la que sus asesinos han urdido una maraña de maniobras exculpatorias, a base de contradicciones, de mentiras y de manejos arteros, demostrando un absoluto desprecio por la vida humana, por los sentimientos de una familia, por el sistema judicial, por los agentes del orden y por la sociedad en su conjunto que se ve obligada a tener que sufragar los cuantiosos gastos de una búsqueda infructuosa y arriesgada entre el cenagal insondable de un río.

XPERO PARAx el ordenamiento jurídico español, no bastan las declaraciones autoinculpatorias, sólo valen las evidencias demostrables y las pruebas fehacientes. Por eso, amparados tras unas leyes excesivamente garantistas, los imputados pueden entorpecer la marcha de la investigación cambiando las declaraciones a su antojo, sin que eso tenga para ellos ninguna consecuencia, más allá del desprecio que están despertando en el corazón de mucha gente, que contempla incrédula las dosis de cinismo que pueden generar unos jóvenes incapaces de mostrar la más mínima señal de respeto, de contrición, ni de cordura.

Como quien sigue las directrices de un guión previamente establecido, han planificado con frialdad matemática cada movimiento, cada palabra, cada declaración, al objeto de fabricarse una coartada perfecta, tratando de desubicar el cuerpo de la joven, de deslocalizar su emplazamiento en beneficio propio. Por eso la sociedad, harta de tanto manejo, pide que el peso de la ley caiga de forma implacable sobre los asesinos y sus cómplices, que se endurezcan las penas contra este de tipo de delitos, y que si es preciso vuelva a implantarse la cadena perpetua.

Aquí la cuestión estriba en que si el cadáver no aparece estos hechos podrían ser considerados como un homicidio, a lo que le corresponde una pena que nunca excedería los 15 años, pero si el hallazgo del cadáver y su posterior análisis descubre datos reveladores, como algún indicio de violación o de ensañamiento, entonces podrían ser catalogados como de asesinato y las penas consecuentemente serían aún mayores. Tratando de eludir la responsabilidad penal, han buscado la mayor impunidad posible inculpando a un menor, pero con tan sofisticadas prácticas, se han cerrado las puertas a la posibilidad de conmiseración por parte de la sociedad, ya no podrán alegar que esta muerte ha sido consecuencia de un accidente fortuito, ni de un arrebato pasajero e involuntario fruto de un momento de ofuscación.

Como casi siempre, algunos medios de comunicación no han sabido estar a la altura que requerían las circunstancias, montando en torno a estos luctuosos hechos un circo mediático y sensacionalista, en el que se han antepuesto el aumento de las audiencias y el morbo, al respetado por la intimidad y el dolor de las familias, lo que evidencia que aún anida en una parte de los espectadores ese malsano apego por escarbar en los aledaños de las desgracias ajenas.

No vamos a caer en la ya manida tentación de achacar este tipo de conductas a la falta de valores de la juventud, ni a la permisividad de esta sociedad, ni a la impermeabilidad que algunos muestran ante el proceso educativo, ni a que el exceso de libertad pudiera estar detrás de este tipo de comportamiento; pero sí sería conveniente que delitos como éste no quedaran impunes, que no les salgan gratuitos a sus autores, que las sentencias tengan un efecto ejemplarizador, y que por encima de cualquier artimaña, prevalezca el sentido de la legalidad y de la justicia.