TLta burda persecución que sufre Julián Assange , la cabeza visible de Wikileaks, es sólo un aspecto de la que se dirige contra el portal que ha desvelado los secretos, muchos de ellos a voces ciertamente, de la diplomacia norteamericana, y, por extensión, contra las osadías democráticas de internet, esa tecnología creada para usos militares y que hoy puede armar poderosamente al ejército pacífico pero pesquisidor de la sociedad civil. Ahora bien; si esa persecución se ceba y se ensaña en particular con una cabeza, la de Assange, es muy probable que se deba a una debilidad emocional de la formidable inteligencia del informático australiano: su afán de notoriedad y, en consecuencia, la excesiva visibilidad de su cabeza.

Las personas de inteligencia superior, a cuyo número pertenece sin duda Julián Assange, suelen descreer, por superior precisamente, de la popularidad y la fama. No las necesitan. Cuanto otros buscan fuera, el reconocimiento, el aplauso, la admiración, los muy despejados lo encuentran dentro, en la íntima satisfacción por las cosas y por el trabajo bien hecho. Habría que bucear en la biografía de Assange, hasta su primera infancia posiblemente, para descubrir el origen de esa necesidad de llamar la atención (¿padres desentendidos o ausentes?, ¿celos de un hermano?) que tan cara puede llegar a costarle. Si a eso se le añaden los líos de faldas a los que, al parecer, es tan aficionado, y que no son en realidad sino una extensión de esa su ansiedad, se puede ir vislumbrando el talón de Aquiles de su notable y compleja psicología.

Viejos amigos y colaboradores de Assange se separaron de él, y de Wikileaks, por disentir de su afán de celebridad, que colocaba a la organización en situación vulnerable. Tenían razón. Pese a ello, esas ramas, las de su personalidad íntima, así como las de esas sospechosas y confusas denuncias por agresión sexual o las de la torpe lenidad de la fiscalía sueca, no deben impedir la contemplación del bosque siniestro e inquietante que nos revelan los papeles de Wikileaks.