Mi calle cierra. Cierra la tienda de periódicos: después de veintitrés años han podido conmigo , la de ropa deportiva, el negocio de modas, la sucursal bancaria. Recogen sus cosas, forran los escaparates, llaman al camión de mudanzas, cargan los últimos trastos y se van. Atrás dejan sueños rotos, ilusiones perdidas, esperanzas vanas, todo enterrado entre el polvo de las estanterías. Retales de un tiempo en que merecía la pena arriesgar porque obtener un crédito era fácil. Ellos se van y mi calle se queda con sus locales vacíos, su locutorio, sus dos peluquerías, su estanco, su administración de lotería, su oscuro bar y sus paredes pintarrajeadas. El centro comercial cercano se vacía. No sólo se marchó el editor, --en estos tiempos un libro es más que un lujo--, sino que ha echado la llave el salón de belleza, la filatelia, la mercería. En la calle paralela ha desaparecido el supermercado y en la perpendicular la tienda de pollos. Emprendedores derrotados en una ciudad donde no sólo hay funcionarios. Dice la alcaldesa que la sociedad civil debe impulsar las ciudades creativas. Retórica ilusionante que olvida que Cáceres cierra. Por cerrar va a hacerlo hasta el Cimov si ella y otros no exigen que se cumplan compromisos del ayer. Mientras, los ciudadanos percibimos con claridad y desencanto que la crisis no es un gráfico en el periódico ni los lejanos números de Salgado en el Congreso, sino el cerrojazo a la tienda de la esquina. Vamos al concierto, al teatro, oímos deliciosa música irlandesa y disfrutamos de mágicos espectáculos Urban Screen en tanto que paradójicamente las hordas de grafiteros prosiguen implacables el proceso de degradación de fachadas y escaparates. Y en nuestra heroica ciudad, hecha de personas --como todas-- no de espejismos, suena algo iluso lo de convertirse en motor del desarrollo colectivo cuando esas mismas personas han perdido tanto dinero e ilusión. No se puede impulsar un sueño común si cada día se esfuman los sueños individuales. Sería hermoso pero es sólo ingenuo e irreal.