Cáceres es una ciudad emparentada con la historia. Una de esas poblaciones entrañables que cualquiera elegiría para vivir. Esa patria verdadera que sólo existe en algún lugar de la memoria. Ni demasiado grande como esas selvas de hormigón abrumadas por el humo y por las prisas, ni demasiado pequeña como para resultar provinciana y aburrida, dominada por el tedio de los días repetidos.

Se trata de una ciudad que ha puesto todo su empeño en el cuidado de las formas, hasta lograr de sus calles un porte clásico, estiloso, capitalino y bizarro, lleno de una discreta elegancia, de escaparates coloristas y de edificios silenciosos. No es preciso salir al extrarradio para descubrir ese otro Cáceres desenfadado y menos convencional, lleno de ritos posmodernos y esnobistas. Un mestizaje que hace de la ciudad un lugar abierto y acogedor, dotado de esa mirada limpia que proporcionan sus espacios abiertos.

Gracias a ese empeño conservacionista, que en modo alguno es regresivo ni está reñido con la modernidad, Cáceres ha sabido ganarle la batalla al tiempo, manteniendo a toda costa la irregular arquitectura de sus calles y la preservación estética de sus edificios, consiguiendo con ello uno de los más bellos conjuntos históricos del mundo, declarado por la UNESCO en 1986 Patrimonio de la Humanidad. Se trata de un espacio caracterizado por su singular homogeneidad, con edificaciones austeras de carácter defensivo, donde las diferentes culturas dejaron sobre la piedra una impronta de siglos. Pero también la ciudad ha sabido crear extramuros un espacio de identidad propia, sobre el que proyectarse hacia un futuro cargado de retos, siendo actualmente el más destacado, el postularse como capital europea de la cultura de cara al 2016. Un débito que Europa tiene contraído con Cáceres y con sus gentes.

XCOMO AQUELLASx ciudades que se saben dueñas de su propio destino. Conviven en Cáceres dos realidades perfectamente complementarias: lo antiguo que no termina de morir, y lo nuevo que está en un proceso de descubrimiento. Cada edificio conserva, como en un vínculo de complicidad, la personalidad de quienes lo habitaron. Decía Ganivet que la ciudad toma el carácter de quienes viven en ella. Una ciudad de suaves construcciones, de agradables paseos, de apacibles espacios, proyecta ese reflejo en sus vecinos.

Por eso, pasear por Cáceres a la caída de la tarde se ha convertido en un rito inexcusable, donde cada viandante saca lo mejor de sí mismo y la ciudad recobra esa antigua magia que le es tan propia. Un gesto que propicia encuentros casuales que están en el origen de muchas relaciones de amistad. Es tal la calma de la que la ciudad hace gala, que es fácil percibir los distintos sonidos que el transitar de las horas tiene sobre la piedra; donde hasta los escaparates son testigos mudos del tráfago sereno de sus pobladores.

Es fácil recordar la silueta de una ciudad apostada junto al fervor de una colina, las aceras porticadas de su plaza mayor, llenas de terrazas costumbristas y de cafeterías al gusto de la época, donde la herrumbre de la historia se agolpa sobre sus arcadas. Es fácil recordar también las primeras películas en aquellos cines antiguos, reconvertidos hoy en modernos bloques de viviendas, y la confusa algarabía de la estación de ferrocarril en las estampidas vacacionales de los estudiantes. En las escaleras que dan acceso al Arco de la Estrella, la chavalería pasaba las interminables tardes de domingo, o buscaba acomodo junto a la frescura cromática de esa fuente luminosa que vertebra en dos el paseo de Cánovas.

Desde la Montaña, Cáceres parece una ciudad asomada al precipicio, un escenario medieval perfecto, un barco varado en medio de ese mar verde y calmo que eran entonces los campos. Como en una visión recuperada del olvido, aparece la imagen nítida del Cristo Negro en un sobrecogedor recorrido por las calles tenebrosas de la Semana Santa cacereña, la quema del dragón en las fiestas de San Jorge, los festivales medievales, el agua antigua de los aljibes, o el crotorar de las cigüeñas sobre el entramado de sus torres, son otras de las estampas típicas de esta ciudad centenaria. Por entre una línea imprecisa de rojos tejados asoma ese faro encendido que es, en la noche, el santuario de la Montaña.

Apenas dejamos de verla por unos instantes, y Cáceres nos sorprende con un remozado y diferente aspecto. Donde las nuevas edificaciones han ido abriéndose paso como una enredadera de potentes tentáculos. La universidad, junto a un floreciente desarrollo turístico, dejó sobre sus calles un aspecto más pluricultural y desinhibido. Luego llegó la espada incruenta de la infraestructura hiriendo a la ciudad por sus cuatro costados, con unas vías de comunicación que la hacen cada vez más accesible y cercana. La culminación en el deporte llegó de la mano del baloncesto, mientras que el toque intercultural y folklórico lo puso el festival Womad. Las implantaciones de las grandes superficies comerciales se encargaron del resto. Y poco a poco todo fue confluyendo hacia esta realidad que es a día de hoy Cáceres. Una población que no ha podido permitirse nunca el lujo, de estar como aguardando un tren que nunca llega.