XLxo de esta ciudad en la que escribo, Cáceres, es de lo que no abunda. Mira que crece y crece, estando ya a punto de alcanzar los cien mil habitantes. Mira que hay, o habrá, rondas al norte y al sur... aunque menos al este. Mira que se emprenden nuevos negocios y el turismo llena a rebosar hoteles y tabernas. Mira que se encuentran estudiantes universitarios bajo las piedras, aunque sea durmiendo la mona del penúltimo fin de semana; y que cuando no hay un festival de cine lo hay de música, y cuando no de teatro.

Mira eso y cientos de cosas más. Pero es que, además, junto a tanta modernidad, tantísimo avance, Cáceres, esta bendita ciudad en la que escribo, permanece fiel a sus principios. Y aunque algún insensato concejal se pregunte cosa tan peregrina como si un crucifijo debe o no presidir las sesiones de su ayuntamiento, lo grande no es ello, sino que tal despropósito no haya conducido a tamaño deslenguado a galeras, haciéndolo sólo destinatario de calificativos que, si bien pudieran parecer chocantes en labios tan refinados como los que los emiten, no por ello resultan menos merecidos. Al pan, pan, y al vino, vino. ¡Madre mía, qué ciudad! ¿Cómo no llamarla "feliz", si constituimos no sólo la arcadia de la modernidad, sino bastión de la civilización cristiana?

Y menos mal que el insolente edil no ha recordado cuando a un ilustre paisano, don Antonio Hernández Gil, como presidente de las Cortes, le pareció obligado, por el respeto que decía profesar a quienes no compartían sus creencias religiosas, apartar el crucifijo de su despacho oficial. Porque claro, eso ya es agua pasada. Amén de que todos nosotros, devotos "de Frascuelo y de María ", sabemos que hasta el ilustre jurista, al que los extremeños recordamos, pese a todo, con respeto y admiración, echaba de vez en cuando algún borrón, como todo hijo de vecino.

Pero, en fin, bien ocultan los de la cáscara amarga, pocos pero ruidosos (así ganan algunas elecciones), que nuestro señor alcalde, en una muestra más de sus convicciones democráticas, de trayectoria tan dilatada como conocida, ha manifestado que antes de proceder a la retirada del crucifijo, habría de consultar a los cacereños, como en Suiza, aunque él votaría en contra. ¡Faltaría más! Lo mismito que haría, suponemos, si de quitar de las calles los nombres de responsables de actos tan encomiables como los fusilamientos de cientos de rojos en la plaza de toros de Badajoz se tratara. Como si no supieran los muy taimados, eternos descontentos, siempre rencorosos, que nuestro regidor, además de un demócrata es un bien nacido. Y que de bien nacido es ser agradecido. Y si mirasen el asunto bajo ese prisma, aún valorarían mejor los méritos de nuestro primer edil. ¿O acaso estos progres de tres al cuarto no ponderan debidamente el hecho de que en el salón de plenos municipal no luzcan las fotos del Caudillo y del eterno ausente ? ¿No debiera agradecer el impertinente concejal Víctor Casco al ilustrísimo señor alcalde el que éste no presida las reuniones aderezado con los aditamentos indumentarios que a buen seguro guarda en el armario? ¿Acaso las inicia entonando viejos himnos que, si quisiera, podría entonar sin desafinar? ¿Qué más quiere, entonces?

¡Ay, ay, Cáceres! ¡Bendita ciudad, envidia del mundo entero!

*Profesor