Cuando la sociedad no encuentra respuestas racionales capaces de justificar determinados actos de crueldad, ni soporta ese gesto de burlona insolencia con la que suelen adornarse algunos reincidentes, ni los recovecos legales que utilizan para buscarle las vueltas a un sistema excesivamente garantista; expresa su rabia con el mismo inconformismo del que solo sabe que una culpa tan grande no puede saldarse con una pena tan pequeña.

Qué puede esperarse de seres como el Farita o Carcaño, impermeables a cualquier tipo de medida correctiva, o al mínimo gesto de humanitarismo o de conmiseración. Individuos antisociales y transgresores que pasean impunemente su desvergüenza ante el estupor de la gente. ¿Cuántos consejos se habrán vertido inútilmente delante de sus miradas impasibles?

Unas palabras de perdón arrancadas bajo un estado de presión social ha sido todo lo que ha podido conseguirse, algo insuficiente como para ablandar el corazón herido de una madre. Unas palabras que pudieran haberse producido obedeciendo a la prescripción facultativa de algún letrado abyecto, o a cambio de alguna compensación por parte del medio que las divulgó. Unas palabras que si no vienen avaladas por un arrepentimiento sincero, se manifiestan tan vaporosas e ineficaces como una carcasa estereotipada y vacía.

Uno quiere pensar que detrás de esta sinrazón se esconde algún trastorno psíquico porque semejante comportamiento no tiene encaje ni tan siquiera en una sociedad como ésta. La cadena perpetua, que ahora es traída a debate, no es la medicina más eficiente para curar este tipo de males, ya que no persigue la regeneración, sino que tiene una función coercitiva o disuasoria, un efecto ejemplarizador y reparador, algo que no basta para mantener a alguien apartado de por vida.

No es bueno instrumentalizar estos casos con fines políticos, ni servirse del escalofrío que estos hechos provocan para sacar de ellos algún tipo de rédito electoral, ni legislar en caliente perdiendo esa objetividad que proporciona el ver las cosas a una relativa distancia, porque da la impresión de que sólo se busca un presentido endurecimiento. Como si necesitáramos imperiosamente de alguien que pusiera orden en medio de un caos que no existe. Tampoco la sociedad puede permanecer impasible, y ese ruido que provoca es solo una manifestación de la divergencia que existe entre el sentimiento de la calle y la clase política. Una forma más de rechazo contra cualquier tipo de abuso.

La utoría de ciertos hechos nunca puede ser achacada a los manejos mediáticos, pero sí este rumor que crece en el subconsciente colectivo, que se alimenta del desgarro para despertar el morbo en las audiencias, elevando hechos aislados a la categoría de generalizaciones, regodeándose en cada uno de los pormenores, con la sola intención de exacerbar las pasiones más viscerales.