Siempre me gustaron los cafés de las pequeñas y grandes ciudades. Sitios maravillosos por donde ver la vida pasar y sentir que el tiempo vuela, aunque las paredes sigan siendo las de antes o los muros hayan cambiado de color para esconder el pasado. En los cafés de sus vidas seguro que han descubierto que entonces es ahora y que todo cambia para seguir más o menos igual. En locales como éste desde donde les escribo, he descubierto el valor de la conversación, la verdad de la amistad y el sabor de las primeras cervezas cuando parecían pecado. En lugares como estos, a los que siempre vuelvo para soñar cruzando la puerta con un artista desconocido, conocer a un camarero educado y saborear una taza bien caliente. En los cafés aprendí que ayer existe, que el futuro queda aún por construir mientras la vida se escapa entre líneas. Como nosotros, los cafés han cambiado de alma, han crecido y envejecido hasta reinventarse para seguir viviendo. Pocos saben que nos hemos dejado la piel, un puñado de miradas y trozos de corazón cuando enlazamos las manos y besamos por primera vez. Volvería a los cafés como a la guarida donde salvarme, como el fin de un viaje observando tras la cristalera. Sería un buen ejercicio para aprender que dejamos nuestro cuerpo allá donde sentimos con fuerza, jirones de quienes fuimos y queremos ser. En los cafés les propongo que hagan cualquier día el ejercicio de la memoria, regresar con quienes vinimos una tarde de invierno y conocer a los que ya forman parte de nuestras vidas. Mirando desde aquí, desde esta mesa escondida, comprendo que debo disfrutar del lugar de origen, del punto de salida donde todo nace, donde la taza de café sabe a ese tiempo que es para siempre.