Leo en el Periódico Extremadura el artículo de ayer, 14 de marzo, firmado por Juan José Ventura Fernández, El misterio de los calcetines, y no me alivia saber que en casi todos los hogares ocurre lo mismo.

Tengo que confesar, necesito desahogarme. Yo les quité la vida arrojándolos a la basura durante los últimos quince años. No quise hacerlo, lo juro, sentí que me lo pedían; algo así como una eutanasia, un acto de caridad.

Estaban tan solos y tristes que mi única intención fue evitarles aquellos momentos tediosos en los que colocándolos firmes en el campo de exterminio de la mesa camilla examinaba sus rayas, color, altura... solo para volver a encerrarlos en una bolsa hasta el siguiente recuento.

Sí, de vez en cuando los libraba de aquel tormento. Hace un par de meses desmonté mi chalet de cuatro plantas y, ¡oh! sorpresa, detrás de los muebles, en el trasfondo de armarios y cajones...

Uno tras otro fueron apareciendo como presos que recuperan su libertad para comprobar que aquel encierro les había llevado a seguir el mismo camino de sus compañeros.

Me siento asesina por partida doble.