La Dirección General de Tráfico tiene buena prensa. En primer lugar, porque entre sus objetivos primordiales se encuentra el noble afán de disminuir la insoportable cantidad de muertos por accidente de carretera y, en segundo, porque merced a ese afán se organizan, con cargo a nuestros bolsillos, atinadas y menos atinadas campañas de publicidad, que son muy bien recibidas por las administraciones de los medios, debido al ingreso que suponen. Ello no quiere decir que todo lo que haga la DGT sea perfecto y, lo más preocupante, constitucional.

En el mes de febrero de este año, el Juzgado de lo Contencioso número 7 de Sevilla, condenó a la DGTpor no "poner el máximo celo en lograr la notificación personal de sus resoluciones y agotar las posibilidades de tal comunicación, antes de proceder a la cómoda y ficticia vía de la notificación por edicto (comunicación a través del BOE, no mediante carta personalizada)". Es decir, que el juez tiene el suficiente sentido común para saber que los españoles, residan en Sabadell, en Ceuta o en Calatayud, nada más desayunar no se lanzan a leer el BOE o el provincial, o el autonómico, para saber si les han puesto o no una multa. En la misma sentencia el juez recuerda que "la Administración olvida con demasiada frecuencia que la comunicación con los administrados (ciudadanos multados, en este caso) es un instrumento para que estos puedan ejercitar sus derechos frente a la Primera".

Lloviendo sobre mojado la DGT

-y usted, lector, puede ser uno de ellos- se ha "olvidado" de comunicar a cerca de 100.000 conductores que han perdido puntos. Esta indefensión por transformar lo extraordinario en norma convierte a la DGT en un califato anticonstitucional.