La oleada de protestas que vive Francia, donde se suceden las huelgas, donde existe un grave problema de desabastecimiento de combustible, donde grupos de jóvenes saquean tiendas en algunas ciudades y donde el ejército tiene que emplearse en labores de limpieza, no parece remitir. Ayer mismo los sindicatos convocaron dos nuevas jornadas de protestas, previstas el 28 de octubre y el 6 de noviembre. Los franceses tienen una inveterada inclinación a echarse a la calle (este año ha habido ya nueve jornadas de movilización contra el Gobierno), pero lo que es un signo de vitalidad democráticas es también una expresión de conservadurismo y resistencia para preservar los derechos adquiridos, sin tener en cuenta los cambios sociales. La jubilación a los 60 años es un derecho adquirido desde la década de los 80, cuando la implantó Mitterrand, pero desde entonces ha aumentado la esperanza de vida y se ha reducido drásticamente la relación entre trabajadores en activo y jubilados, lo que pone en peligro el sistema de pensiones si no se acometen reformas. En este contexto, cabría preguntarse por qué una reforma que se antoja inevitable, y que es menos traumática que en otros países de la Unión, suscita una oposición tan desmesurada. La respuesta posiblemente sea que el presidente Sarjkozy no se ha tomado la molestia de explicarla con la pedagogía necesaria que el caso requiere, y ha querido aprobarla demasiado rápidamente.