XDxe niño tuve un camaleón chipionero cuando aún había camaleones y en Chipiona, al abrigo de sus pinares, los otros camaleones no habían mudado su piel azul por la democrática piel de la Transición. Por eso ahora en otra playa y con otras pieles, volver a ver a los camaleones lanzando sus lenguas chiclosas sobre moscas y arañas, ha sido un espectáculo maravilloso. Daba gusto verlos tumbados en la arena e intentando mudar la piel grisácea de lo cotidiano por esa dorada pátina que nos convierte en émulos de la jet y fanáticos de la inversión y del langostino. Allí estábamos los de la nómina fija y el utilitario intentando colorear nuestros bolsillos para hacer juego con el apartamento de un dormitorio y treinta millones de los de antes, y con los calendarios visa oro que no señalan días laborables, turnos de guardias, horarios de entrada y cierre, y raquíticos puentes. Y de fondo, el mar. Un mar fabricado para que floten los yates y se ahoguen las miserias.

Mi camaleón, del que me decían que moriría si algún día se posaba sobre un fondo rojo, regresó a Badajoz conmigo en el fondo de mi mochila. Fue cuando las tardes empezaban a oler a humedad de septiembre y los cielos de mi ciudad se tornaban grises antes de oscurecer. Lo deposité en una maceta de pasillo y una mañana me lo encontré muerto, convertido en calcetín, sin un color definido y con los ojos tristes. Entonces fui a enterrarlo al solar próximo y al cavar su pequeña sepultura me tropecé con muchos calcetines sin color, con muchos ojos tristes, y con una moneda de dos reales, la misma que conservo en el bolsillo de mi bañador y que me acompaña cuando sueño frente al mar mi metamorfosis veraniega.

*Dramaturgo y director del Consorcio López de Ayala