Lo menos que puede decirse de Marruecos al cumplirse 10 años de la llegada al trono del rey Mohamed VI es que el país ha enfilado la senda del cambio político y económico. Aunque está lejos de ser una democracia plena y su economía aún muestra muchas de las debilidades estructurales de un mercado en transición, lo cierto es que un decenio ha sido suficiente para decantar a favor de la modernidad el debate nacional entre renovación y tradición nunca resuelto por Hassan II. Y ello a pesar de la presión islamista.

Ni siquiera la crisis económica internacional ha detenido los cambios. La asociación especial de Marruecos con la UE, la buena marcha de los negocios con Francia y la cooperación con España en materia de seguridad y control de los flujos migratorios son algunos de los ingredientes de las reformas promovidas por palacio. Que la renovación alcance al mundo rural y disminuyan las desigualdades campo-ciudad es uno de los grandes desafíos pendientes.

El otro gran desafío es completar la institucionalización del país, donde la figura central sigue siendo el rey, primer actor político, que condiciona el juego de los partidos, el programa del Gobierno y la división de poderes. Porque si bien es cierto que el compromiso personal de Mohamed VI ha sido determinante en algunas reformas, como el nuevo código de familia, también lo es que la transición política no se podrá dar por cerrada hasta que las instituciones funcionen sin tutelas. Esto es, al menos, lo que ansían quienes aspiran a que Marruecos sea una referencia para el orbe musulmán.