El hecho de que en democracia todas las ideas puedan ser defendidas, no significa que todas sean respetables. Ni que una situación de permisiva condescendencia otorgue ningún derecho adquirido para que las pintadas filoetarras puedan proliferar sin ningún tipo de coste adicional. Porque si tiempo atrás, al amparo de una calculada ambigüedad, se colocó a los que utilizan las pistolas como argumento, en un nivel de honorabilidad superior al de las propias víctimas, eso no significa que esas prerrogativas no sean reversibles, ni caducas en el tiempo.

Por temor a que ciertas imágenes pudieran terminar dañando la retina, la sociedad, para protegerse de sí misma, se ha puesto una coraza contemporizadora, obligándose a cerrar los ojos ante la realidad, o a inventarse una existencia paralela más dúctil y conformista, un efecto placebo que le permita seguir viviendo en el engaño y aniquilar así cualquier atisbo de racionalidad.

El afán de Patxi López no es sólo el de promover un cambio de mentalidad en base a derribar los muros del sectarismo y de la intransigencia, sino que paralelamente pretende hacer una limpieza de aquellas prácticas antisociales que se han ido instalando de forma consuetudinaria en el paisaje de la sociedad vasca. Para ello se ha propuesto erradicar de la fisonomía de sus calles toda señal de enaltecimiento o exaltación terrorista.

Porque las calles, en una proyección mimética, se ahorman y adquieren el mismo carácter de quien las habita, y vienen a ser como una segunda piel. Por eso, higienizando las ciudades se higienizan a sus propios moradores, personalizando las calles nos personalizamos a nosotros mismos, respetando el paso del tiempo sobre la piedra, adquirimos una extraña sensación de inmortalidad. Porque las ciudades y todo cuanto las conforman, no las hemos heredado de nuestros antepasados, sino que simplemente las hemos tomado prestadas de nuestros sucesores.

El PNV interpreta la campaña del nuevo consejero de Interior como una forma descarnada de afearle al nacionalismo su vergonzoso juego de permisividad con los viejos vicios del pasado. Por eso ahora Urkullu la califica de excesiva, argumentando que es una ingerencia del Ejecutivo vasco en el ámbito de lo municipal, como si cada vez el nacionalismo se fuera replegando hacia espacios de competencia más reducida, donde poder perpetuar su delirio identitario.

Pero casuísticas aparte, lo cierto es que el PNV ha despertado a una realidad diferente, lo que le obliga a un cambio de actitud, a presentarse como el partido razonable que se ofrece al PSE para liderar un acuerdo que garantice la estabilidad institucional. Tal vez porque se hayan caído del caballo, o porque consideren que el espacio del radicalismo montaraz está ya ocupado por otros, o como una maniobra más de distracción, o simplemente por temor a que una moción de censura por parte de la mayoría constitucionalista, los descabalgue de uno de sus últimos reductos: la Diputación de Alava.

Por eso, con el ímpetu del converso o con el ansia de quien teme perder la influencia que aún le queda, el nacionalismo se ha entregado con inusitado entusiasmo a revertir el pacto de gobernabilidad entre el PSE-PP, a favor de otro entre PSE-PNV que, según el Euskobarómetro sería más del agrado del pueblo vasco, configurando así una sociedad de recíprocos intereses, en la que el PNV recuperaría antiguas cotas de poder mientras que los socialistas apuntalarían la endeble estabilidad sobre la que se soporta la mayoría parlamentaria nacional.

Pero este nuevo pacto significaría dar marcha atrás al proyecto del cambio, perpetuar los viejos clichés continuistas de una situación anclada en el pasado, renunciar a ese atisbo de esperanza que ya empieza a dar sus primeros frutos. Ya que de someterse al juego nacionalista, se volverían a cerrar automáticamente todas las posibilidades de libertad, de pluralidad y de dignificación de las víctimas, renunciando a la búsqueda de unas diferentes formas de relación política y social, y a encarar la lucha antiterrorista desde una óptica diferente, a desterrar de aquella sociedad el clima de miedo, de odio y de violencia.

El consenso entre socialistas y populares carece de cohesión interna ya que se elaboró como consecuencia de un estado de excepcionalidad, pero supuso una estrategia de coraje político, que exigió tener que aparcar muchas diferencias programáticas e ideológicas.

La realidad se vuelve fría y tozuda cuando se ve desde el otro lado del muro, cuando es interpretada desde el punto de vista del perdedor. Es una lección que deberán tener en cuenta aquellos que piensan que hay torres que nunca podrán ser derribadas. Que les está permitido caminar a su antojo sobre el filo de la navaja, imbuidos de esa impunidad temeraria del que se sabe dueño de sus propio destino, olvidándose que la fidelidad en política es un bien escaso que hay que administrar con prudencia, si no quieren que a la postre se les termine diluyendo entre las manos.