Profesor

Llevo una gran parte de mi vida haciendo cámping en vacaciones y cada día me gusta más. Eso de cambiar de ciudad, de región y hasta de país cuando le viene en gana a la pandilla familiar, sin problemas de alojamiento ni sorpresas en el presupuesto, se ha convertido ya en una condición sine qua non para salir de viaje.

La mañana siguiente a cualquier estancia en una ciudad, enganchar nuestra casa rodante al coche y salir del cámping es como volver a empezar las vacaciones. Puede haber un destino previsto o no. Puede que al salir de una curva el paisaje nos enamore. O que el atravesar tal pueblo, aunque no estuviera en el proyecto, decidamos conocerla, captarla, devorarla. ¡Es tan bonito el mundo!

Lo mejor de todo es que, en casi toda Europa, podemos. En casi toda Europa, digo. En España, sí, pero no. Aquí el cámping, excepto en la zona hiperturística (donde vienen los demás europeos), sigue siendo algo casi vergonzante para mucha gente y, sobre todo, para muchos políticos. Algo que, dicen, hay que tener, pero a lo que no hay que dar demasiada publicidad, casi como los urinarios públicos. Aquí tenemos hoteles con cuantas más estrellas mejor, subvencionados, o sea, pagados con nuestros impuestos, y anunciados a la entrada y en el interior de nuestras ciudades. Junto a esos anuncios, prácticamente nunca aparece una señal de cámping. Si acaso, ella solita, medio tapada por las hojas de algún árbol.

Hace ya tiempo que paso de contradecir a determinadas personas en sus opiniones sobre la práctica del cámping y hasta me divierte el cambio de expresión en sus rostros, de la envidia a la comprensión paternalista, cuando, tras contarles mis viajes por media Europa, añado, más que nada para aliviarles, que ha sido con la caravana. Después del "¡ah, claro...!" parece que recuperan la paz interior.

Prácticamente todas las ciudades europeas tienen cámping. París tiene muchos en los alrededores, y no se avergüenza de tener uno a pocos minutos de los Campos Elíseos, en el Bois de Boulogne, zonas ambas de altísimo nivel económico y social. Berlín está sembrado de ellos y también los anuncia hasta en sus mapas de carretera. En Amsterdam he dormido en uno que ocupa campos de polo de antiguos Juegos Olímpicos, junto al estadio del Ajax. En Roma hay varios en cada salida de su circunvalación. ¿Madrid? Sí, tuve que acampar en uno cerca de Barajas, casi un campo de refugiados, con discoteca pública incluida. Cáceres, Ciudad Patrimonio de la Humanidad, candidata a Capital Europea de la Cultura, no tiene cámping. Tuvo uno, destinado al fracaso desde su creación: mal concebido, mal hecho, gestionado con desgana y con una falta de respeto a quienes lo estaban utilizando cercana al desprecio. Ahora parece que van a relanzarlo, pero me temo que si no se parte de unas premisas claras, le pasará lo que al anterior.

Primero habrá que reconocer que un cámping es un establecimiento hotelero como cualquier otro y que sus ocupantes tienen el mismo derecho a la intimidad, al respeto y a la dignidad que cualquier usuario de un hotel. Luego, vigilar la aplicación de la legislación, que es bastante precisa, en su construcción y gestión. Entre otras cosas, destinar la piscina del cámping al cámping y dejarse de aprovechamientos conjuntos. Si hace falta otra piscina municipal, constrúyase. Y en cuanto a la adecuación de las parcelas y los servicios (y no me refiero sólo a los aseos), me parece fundamental que el ayuntamiento cuente con la opinión y el asesoramiento del Club Cámping Caravaning de Cáceres, cuyos miembros seguro que lo harían gratis et amore. Por último, presentarlo sin complejos junto a los demás servicios, públicos y privados, de la ciudad. Porque no es un lujo ni una gracia: es una obligación.