Catedrático de la Uex

No hay ideología capaz de explicar algunos avatares de la vida, y, menos aún, catecismo con las claves necesarias para dar respuesta ajustada al fenómeno irreversible de la muerte. Ni las unas, las ideas, ni los otros, los dogmas, tienen en ocasiones recetas que den consuelo a los tremendos zarpazos de lo inevitable. Por eso, aunque se puedan entender los dictados de la naturaleza, aunque se puedan aceptar los infortunios de la enfermedad, cuando se hacen piel presente en quien sólo ha hecho el bien, cuesta mucho no rebelarse, cuesta más aceptar la extremada debilidad de la condición humana. Nuestra condición.

Desgraciadamente acostumbrado, desde el todopoderoso primer mundo, a percibir la tragedia humana como una imagen más de un telediario, llegando incluso a ver la muerte de los demás como una simple noticia, situada en continentes ajenos, tan ajenos como lejanos. Acostumbrado a ver, en el nuestro, grandes coronas de flores y especiales alabanzas, en grandes cantares difundidas, cuando es un insigne o una autoridad la que se nos va. Acostumbrado, en las más de las ocasiones, a percibir el tránsito como un hecho social ineludible, en el que se comparte cierta solidaridad personal, me quedo desarmado y atónito cuando la grandeza de una desconocida persona, que sólo hizo el bien, sabe decir adiós con tanta clase y generosidad.

Ella fue una mujer extremeña, una de tantas. Lo fue porque nació en Fuente del Arco, pero también porque sintió como extremeña. Sureña y pegada a la sierra de San Miguel, vivió con su virgen de Lara siempre por bandera. No tuvo fama, ni especial condición. Su vida fue sencilla, sin sobresaltos. Sus apellidos, los del pintor de la Inmaculada Concepción. Cuentan, quienes la conocieron, en las tierras de la campiña sur de Extremadura, que a lo largo de sus 70 y pocos años de vida, nadie vio un mal gesto en ella, ni un sobresalto, nada de enfados, siempre sonrisas, todo de lo mejor. De su vientre no vinieron nuevas vidas, pero de su corazón surgieron muchas.

Hace poco sus ojos se cerraron para siempre. Quienes vivieron aquellos momentos, con ella, hace apenas un suspiro; quienes vieron sus ojos mientras, poco a poco, se iban apagando, tuvieron el privilegio de ver y apreciar lo auténtico de una vida. Precisamente ella, que era todo vida, se murió. En silencio, con su sonrisa de siempre en los labios, sufriendo para los adentros, sin quejas, sin sobresaltos, aguantando el dolor. Se fue una protagonista del verdadero sentido de la vida. Recreando pensamientos, recordando muchos recuerdos, comparando con la necedad con la que solemos proceder, al otorgar la importancia, las más de las veces, a lo accesorio, con estos ejemplos se hace más visible, más real, lo que merece la pena en la vida: transitar con la brújula puesta en las enseñanzas de aquellos seres que supieron darlo todo desprendidamente y sólo se empecinaron en hacer feliz a los demás. Con su sacrificio, con su entrega, con su humildad, con su generosidad, con su amor.

Vuelen estas letras en homenaje a una mujer buena que se fue. Heroína de nuestro tiempo. Espejo de cualquier futuro, espejo en cualquier lugar.