Filólogo

Uno a uno, todos los cacereños desean que Cáceres sea nombrada capital europea de la cultura. Pero los deseos no se hacen realidad por repetirlos, sino porque se den las condiciones necesarias.

Cáceres es una ciudad a la que de un tiempo a esta parte se le está encogiendo el cuerpo, --el CIMOV, el baloncesto, el banco, la jibarización administrativa--, y esa mengua física merma también el vigor y el empuje espiritual. En el ambiente flota la ciudad anodina, parsimoniosa y tranquila, de servicios, con afán especulativo y barrios estilo sur de Madrid, más que la ciudad cultural, renacentista, creíble como generadora de movimientos e impulsos culturales.

Esta es una ciudad cerrada, enquistada en la defensa a ultranza de sus costumbres, con un casco antiguo sumido en la atonía demográfica, convencida de que con la ciudad monumental está todo hecho, y de que el mayor esfuerzo que debe hacerse es demandar de la Junta un palacio de exposiciones, como si un edificio, por sí mismo, hiciera una ciudad. Nosotros ya tenemos argumentos para figurar en los mapas, aunque no siempre sepamos marcar en él los caminos y las señales que enhebren el pasado con el futuro.

Una tarea de tal envergadura precisa un impulso creador que ni está ni se sospecha, porque en el actual escenario no se adivina al director ni al tramoyista geniales que puedan manejar las mimbres para un cesto de tales dimensiones.

Aún queda tiempo, pero las palabras han de tomar urgentemente tierra: la propuesta, además de grandes infraestructuras, requiere poner a trabajar a toda la ciudad, la movilización del sector privado y la inevitable complicidad y colaboración de los partidos políticos, las instituciones, los sectores culturales, económicos, turísticos y artísticos.

Y es que uno a uno, todos los cacereños saben que los hechos son los que cuentan y los que hacen verdaderos o falsos los enunciados.