XPxor desgracia, no es la primera vez que tengo que escribir sobre el terrorismo. Quién que publique artículos en los periódicos, si es alguien bien nacido, no ha tenido alguna vez que hacerlo. Del de ETA, porque estamos en España, o del que cualquier organización fundada sobre la base de la destrucción y la muerte. Triste sino el de quienes tienen que asentar su concepción del mundo y, tremenda paradoja, de la vida sobre semejantes principios. Sólo esto vendría a demostrar que tienen muy poco de seres humanos: les falta sensibilidad, sí, pero también, lo que es más grave, inteligencia.

Escribo este texto urgente desde la más absoluta consternación. Desde muy temprano, soy de los que madrugan, he escuchado en la radio y visto en la televisión las noticias del horror. Ni siquiera ahora, media mañana del jueves 11 (otro trágico 11, pero de marzo), se está en disposición de evaluar al completo la magnitud de la catástrofe. Es casi imposible comparar su alcance con casi nada. Tanto es el daño. Cuando algo así ocurre, ETA no sólo mata, hiere o golpea a unos cuantos (esta vez a muchos) sino que, por derivación, nos convierte a todos en afectados. Nuestra existencia, la más vulgar y rutinaria, si quieren, pero por eso también la más nuestra, acaba viéndose perjudicada por la onda expansiva de ese intenso sufrimiento. Uno, sin ir más lejos, estaba a punto de viajar hasta Tarragona, de atravesar media España al volante de su coche, para hablar de una cosa en apariencia tan inocente como la poesía (una de las cosas esenciales para momentos de tribulación) y ha tenido que darse la vuelta no sin antes romper un compromiso establecido desde hace muchos meses. Les ha pasado a muchos. Estaba demasiado impresionado, como lo estaba mi familia que no comprendía demasiado bien cómo iba a ponerme en carretera en semejantes circunstancias. Iba a ser difícil atravesar Madrid, sin duda, hoy "capital de dolor", como el poema de Paul Eluard. Complicado por el tráfico y por los controles que no cesarían ni en las carreteras de circunvalación ni en la dirección, hacia el norte, que iba a ser la mía.

Al llegar a Navalmoral, me di la vuelta. En la media hora del trayecto, noté que los coches iban desacostumbradamente lentos. Antes, había visto por las calles las caras desencajadas de mis conciudadanos. La misma que tenía el hombre que me dispensó la gasolina o del que me vendió el periódico. El suyo era el rostro de la estupefacción, el de la impotencia.

Qué ridículas me han parecido en estas largas horas las monsergas de algunos políticos, su utilización partidista del terror. Infames me parecieron en su día y ahora infames doblemente sus discursos aprendidos, de salón, sobre un asunto angustioso que ni de lejos, parece, están en disposición de calibrar.

¿Lo está acaso alguien?, nos podemos preguntar en esta crítica situación. Puede que ése sea un problema general e irresoluble a estas alturas. Estoy seguro, eso sí, de que los que no tienen respuestas son quienes han montado su campaña electoral, su apetencia de votos, sobre ese argumento prácticamente en exclusiva.

Esta vez ETA ha matado a conciencia. Sin previo aviso. Un detalle menor, pero un macabro detalle. Y, tampoco nada nuevo, a gente del común: a trabajadores, a estudiantes, al pueblo llano en suma. Sólo se me ocurre una respuesta frente a tanta desolación, ir a votar el domingo con el convencimiento de mi única arma contra su barbarie es ese voto. Por suerte para mi conciencia y para la de la inmensa mayoría. Un arma incruenta que no dispara muerte sino deseos de libertad y de democracia. Que sólo descarga dignidad.

*Escritor