La elección de Barcelona como sede permanente de la Unión por el Mediterráneo es una gran noticia para la ciudad y para España. Pese a ser una institución con pocos funcionarios --entre 30 y 40--, la designación vuelve a colocar a la Ciudad Condal en el mapa internacional y consolida su tradicional actividad en la promoción del diálogo en terrenos como la cultura, el medioambiente y los derechos humanos.

La capital catalana es merecedora de esta sede. Allí echó a andar en 1995 el llamado Proceso de Barcelona, un ambicioso aunque difuso foro para estimular la cooperación entre los estados ribereños. La enorme fuerza política del presidente francés, Nicolas Sarkozy, hizo temer, sin embargo, que el anhelo de Barcelona descarrilara. No ha sido así.

La Unión por el Mediterráneo es una institución nada superflua. Vivimos en un área con muchos problemas comunes y donde se da una dramática diferencia de rentas entre europeos ricos y africanos y asiáticos muy pobres. En el Mediterráneo se dirimen también conflictos históricos como el palestino-israelí, el libanés o las corriente migratorias, que requieren foros como este.